
En 1968, Hannah Arendt se encontraba en medio de un turbulento debate polĆtico y tambiĆ©n, un debate doloroso sobre las bases de su propia condición como intelectual. De la misma manera que Doris Lessing diez aƱos antes, la filósofa se encontró en medio de una diatriba pesada y dolorosa, un pozo oscuro y circunstancial sobre el tiempo y lo que hace aĆŗn mĆ”s doloroso la bĆŗsqueda de los conceptos mĆ”s preciados sobre la propia comprensión de la cultura y la sociedad.
Tal vez por ese motivo, en el prefacio de su colección de ensayos publicados ese aƱo titulado de manera muy apropiada Hombres en tiempos oscuros, Arendt escribió: āIncluso en los momentos mĆ”s oscuros tenemos derecho a esperar algo de iluminaciónā. No lo hizo con la intención de arrogarse el papel de objetivo, centro de la discusión o mucho menos, objeto o personificación de la iluminación, sino una forma de comprender el trĆ”nsito de la sombra del debate estĆ©ril hacia algo mĆ”s consistente. Pero incluso con esa dura convicción de la escritora sobre la necesidad que toda idea estuviera sustentada sobre una batalla intelectual, habĆa la persistente bĆŗsqueda de una cierta absolución espiritual que nunca llegó a estar del todo claro.
Arendt necesitaba entender a su Ć©poca, pero, sobre todo, a sĆ misma, a travĆ©s de un recorrido consistente y doloroso sobre la larga historia de su paĆs, identidad e incluso, la mirada hacia su forma de comprenderse que sólo podĆa tener un punto de inflexión. āPerder el debate silencioso en mi mente, es un temor que me acecha cada tantoā escribió en una especie de broma privada, poco despuĆ©s de la publicación de los ensayos. Pero Arendt no intentaba restar importancia o valor al hecho de la percepción central sobre Ć©l motivo por el cual luchamos contra nuestros ideales o por quĆ© necesitamos construir algo mĆ”s sustancial. Hay un recorrido hacia algo mĆ”s sustancioso y sin duda Ćntimo en la forma en que Arendt encontró una manera de luchar de manera consistente, a travĆ©s de su formación acadĆ©mica, pero con la solidez de su espĆritu inquebrantable por encontrar āuna forma de verdadā.
Hay una bĆŗsqueda dolorosa, abierta a interpretación, inquietante y en especial interminable sobre la naturaleza humana del dolor. Pero tambiĆ©n, de la condición del hombre moderno como la conclusión de un largo recorrido intelectual y personal. Para Arendt, la filosofĆa no era solo una reflexión sobre el pensamiento intelectual, sino algo mĆ”s sustancial sobre el bien y el mal, sus pequeƱos filamentos acadĆ©micos que se entrecruzaban con algo mĆ”s antiguo y en especial, la mirada contemporĆ”nea sobre la bĆŗsqueda de excusas ideológicas. āCreemos que el bien y el mal son posturas, cuando en realidad no son otra cosa que tipos de temorā dijo en 1935, dos aƱos despuĆ©s de haber huĆdo de Alemania.
Para Arendt, cuya condición de exiliada y tambiĆ©n, de crĆtica sincera sobre su vida y su tiempo, el trĆ”nsito de la Alemania en medio de un desplome económico y un renacimiento en medio de la ideologĆa, fue una lección que jamĆ”s olvidó. De hecho, en sus obras La condición humana, Sobre la violencia, Verdad y polĆtica, Los orĆgenes del totalitarismo y especialmente Eichmann en JerusalĆ©n: un informe sobre la banalidad del mal, Arendt demostró que esa experiencia temprana de la huida, de la pĆ©rdida de los lazos que le unĆan al paĆs natal y a la cultura en la que creció, era un punto de considerable importancia en la forma en que analizaba las ideas. Con su perspicacia que le brindó crecer en medio de una Europa asolada por diversas debacles, la escritora estaba convencida que la escritora era una estructura consistente de ideas que se sostenĆan con una considerable dificultad sobre la fragilidad del miedo. āTodos estamos atemorizados por un motivo, vĆ”lido y de considerable interĆ©s. Pero ese temor no deja de sostenerse y avanzar hacia algĆŗn lugar doloroso que no siempre, tiene el sentido real que deseamos brindarle, a pesar de todoā.
Convencida de los horrores del totalitarismo y la experiencia del horror a cuestas, Arendt descubrió que todo tipo de poder en busca de la dominación completa, es una manera de destruir el pluralismo y la connotación de la diferencia. Como exiliada, mujer, judĆa y una mujer imposible de comprender bajo un Ćŗnico aspecto, ese descubrimiento intelectual sostendrĆa su obra como algo mĆ”s duro de analizar. Desde la dignidad polĆtica ā o su bĆŗsqueda ā o la insistencia de cada uno de sus postulados en analizar que la historia era tambiĆ©n un proceso complicado destinado a carecer de resolución, la obra de Arendt se volvió profunda por el mero hecho de comprender algo mĆ”s complejo que la denominación de un concepto o la explicación de una idea social. āEstamos de pie sobre el temorā escribió en 1968. āSiempre lo estamos, sólo que pocas miramos hacia el lugar en que se apoyan nuestros pies para descubrir el vacĆo.
La obra humanista, el terror que subyace, los temores a la sombra
Para la humanidad, la noción sobre su propia fragilidad jamĆ”s ha sido un dilema sencillo y mucho menos comprensible. Y quizĆ”s por eso, el dilema del mal siempre haya sido una discusión sin respuesta. Una alegorĆa a ciertos silencios interiores y privados imposibles de definir. Hannah Arendt se tomó muy en serio esa brecha existencialista y dedicó su vida a su anĆ”lisis, a su bĆŗsqueda y sobre todo, a comprender su peso sobre el pensamiento occidental. Todo desde la inquietud del dolor, el desarraigo y una visión sobre la soledad, convertida en motivo de teorĆa y expiación.
De Arendt, se dice que no sonreĆa con frecuencia o al menos no en pĆŗblico. SegĆŗn sus contemporĆ”neos, era una mujer severa, aunque no frĆa ni tampoco distante. Solo que, quizĆ”s Hannah no encontró motivos para expresar su alegrĆa de manera espontĆ”nea y pĆŗblica. Una idea inquietante, siendo que la escritora observó su Ć©poca con una precisión y dureza que aĆŗn hoy desconcierta. Y es que Arendt, que pidió a Heidegger que le Ā«enseƱara a pensarĀ» ā lo que dio origen a una larga relación intelectual y amorosa entre ambos ā es probablemente el sĆmbolo mĆ”s cĆ©lebre de esa visión de la guerra desde el humanismo, ese anĆ”lisis certero de lo que motiva al hombre a enfrentarse al hombre y mĆ”s allĆ”, esa visión Ćŗltima que le hace comprenderse a sĆ mismo desde la futilidad.
Fue justamente esa necesidad por Ā«pensar y entenderĀ» lo que la llevó a buscar las raĆces del mal en esa interpretación del dolor y la angustia, como lo fueron los procesos contra los principales lĆderes del nazismo. Enviada por The New Yorker para cubrir el juicio de Adolf Eichmann, Arendt tuvo la oportunidad irrepetible de analizar el mal desde una postura filosófica, sustentada en medio de los largos dĆas de diatribas verbales en un evento legal que pareció confirmar, lĆnea a lĆnea, su visión sobre la maldad y la razón. La escritora, asombrada y quizĆ”s desconcertada por la superficialidad de los alegatos de Eichmann, encontró que antes que la imagen monstruosa y demonĆaca del nazismo, Eichmann era un sĆmbolo de la sin razón, de la confusión de argumentos, y una difusa lĆnea de deber moral que convertĆa al mal ā esa atroz crueldad demostrada por el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial ā en algo mucho mĆ”s correoso, ambiguo y, sin duda, insustancial. Abrumada por la evidencia, Arendt confirió al criminal ā que durante horas insistió desde el estrado que todos los actos de violencia que cometió fueron debido a su obediencia ciega al lĆder ā la encarnación de la Ā«ausencia de pensamientoĀ». En otras palabras, desmintió de hecho y con una irrefutable evidencia que el mal radical de Kant habĆa dado paso a una especie de maldad insustancial, flotando en medio de una absurda visión del hombre ā su circunstancia ā y algo quizĆ”s mĆ”s simple: la escasa conciencia de su propio poder. De manera que Arendt denominó a esa raĆz sin sentido, frĆ”gil y sin verdadero asidero, la Ā«banalidad del malĀ».
Porque para Arendt, las razones y criterios del ser humano son tan superficiales como frĆ”giles. Una visión que le acarreó no solo crĆticas sino tambiĆ©n enfrentamientos con las mentes mĆ”s preclaras de su Ć©poca. Los artĆculos en Eichmann en JerusalĆ©n: informe sobre la banalidad del mal, publicados en 1962 en The New Yorker, provocaron una considerable sorpresa y malestar: no sólo acusaba a los consejos judĆos de colaboración con los nazis sino que asumió que esa complicidad subterrĆ”nea e invisible era parte de la inevitable naturaleza humana, que con tanta frecuencia confunde el bien y el mal en una lucha sin sentido y sin ninguna profundidad intelectual. Y es que la escritora, desde su elocuente decisión de mirar el mundo como una serie de factores fĆŗtiles que se entremezclan por azar, construyó una visión del mundo casi dolorosa: esa sencillez de un mundo donde la moral es una convención social, y la justicia un mero accidente polĆtico. El escĆ”ndalo alcanzó tales proporciones que algunos extremistas en Israel y en EE. UU. llegaron a pedir su muerte. Para Arendt, esa condena rĆ”pida, irracional y sobre todo automĆ”tica de su opinión pareció demostrar su hipótesis. Ā«La tristeza del bien sin argumento y el mal por reacciónĀ» llegó a decir, lĆŗcida y calma, en medio del violento debate que causó.
No obstante, sus artĆculos no solo despertaron rechazo sino tambiĆ©n la admiración en algunos librepensadores de la dĆ©cada (tanto el poeta estadounidense Robert Lowell como el filósofo alemĆ”n Karl Jaspers afirmaron que eran una obra maestra), quizĆ”s por el hecho de que Arendt demostró casi con facilidad que el mal ā esa visión esencial del hombre escindido en dos visiones contrapuestas de quienes somos y a lo que aspiramos ā es solo una interpretación social y cultural casi casual. Por supuesto que, una conclusión tan dura en un momento tan sensible levantó una previsible animadversión e ira. La escritora fue acusada de Ā«apoyar la maldad al considerarla superficialĀ» y de restar importancia Ā«al sufrimiento de sus congĆ©neres desde una postura cómoda y altivaĀ», como si su interpretación del mal de algĆŗn modo pudiera atenuar la gravedad de los crĆmenes y la crueldad que el mundo habĆa sufrido durante el reciente conflicto bĆ©lico. O tal vez se trató, sin duda, de que Arendt supo construir una razón inquietante para ese delirio de masas que sustituyó la razón y mantuvo en el poder a una maquinaria ideológica basada en un lĆder carismĆ”tico y en el totalitarismo mĆ”s elemental: esa reacción inmediata, visceral del hombre ante la seducción de lo amoral. Esa simple aceptación de la disyuntiva de lo que consideramos Ā«buenoĀ» y mĆ”s aĆŗn «éticamente aceptableĀ». Por supuesto, quizĆ”s Arendt reabrió heridas aĆŗn muy recientes: el resentimiento contra sus anĆ”lisis e incluso contra la misma escritora desató una tenaz persecución a sus ideas y una crĆtica constante a cualquiera de sus intentos por divulgarlas, organizada por varias asociaciones judĆas estadounidenses e israelĆes.
Todo eso, a pesar de que Arendt era judĆa y lamentó, como cualquier otro miembro de su religión y raĆz Ć©tnica, el genocidio ocurrido bajo el Tercer Reich. Pero quizĆ”s, lo que resultó doloroso de la interpretación de Arendt, fue ese concepto frugal del mal en estado puro, una visión casi casual de esa esquiva visión de lo que produce el sufrimiento y desata los peores instintos del hombre. Probablemente su concepto de la Ā«banalidad del malĀ» no brindaba consuelo, sino que provocó verdadera desesperación por su fragilidad, por su simpleza. Mientras que el fiscal en JerusalĆ©n se esforzaba por retratar y mostrar a Eichmann como un monstruo parte de un rĆ©gimen criminal y oprobioso, que odiaba a los judĆos de forma patológica y que creó una maquinaria ideológica de aniquilación, Arendt creó una visión contradictoria: la de un hombre que asumió los principios nazis como suyos y actuó en consecuencia. Para horror de una buena cantidad de lectores, Arendt llamó a Eichmann Ā«un hombre normalĀ», un burócrata que no comprendĆa verdaderamente el alcance de las terribles decisiones que tomó desde el poder. Un hijo de su tiempo y de su Ć©poca. Un hombre alemĆ”n que asimiló la idea general del nazismo de manera casi inevitable.
La repercusión fue inmediata: Arendt fue acusada de Ā«traidora y antisemitaĀ». Se habló de que sus ideas intentaban Ā«exculparĀ» a criminales de guerra con la simple conjetura del Ā«cumplimiento del deberĀ». Corrieron rĆos de tinta no solo censurĆ”ndole, sino tambiĆ©n acusĆ”ndola de todo tipo de crĆmenes de conciencia, incluso tan graves como los criminales nazis a cuyos juicios asistió. Pero la escritora no se amilanó: con esa sensata severidad suya, continuó con su anĆ”lisis sobre el tiempo que le tocó vivir y apuntó su crĆtica hacia los lĆderes de algunas asociaciones judĆas. Investigó y recabó información que demostró que el nĆŗmero de vĆctimas durante el conflicto bĆ©lico habrĆa sido consideradamente menor si los encargados de tales asociaciones hubiesen sido menos pusilĆ”nimes. Llevados por miedo y acosados por la posible represión en un rĆ©gimen totalitario, entregaron a los nazis los nombres de sus congregaciones ā que incluĆan ademĆ”s un detallado inventario de bienes de cada uno de sus miembros ā y colaboraron asĆ con la deportación masiva en varios paĆses europeos. Pero Arendt fue incluso mĆ”s allĆ”: en un anĆ”lisis elemental sobre jurisprudencia y legalidad en el plano internacional, la escritora llegó a cuestionar la legalidad jurĆdica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann. Una visión firme, objetiva, y sobre todo, profundamente meditada sobre las consecuencias de esa explosiva mezcla entre el terror, el miedo y el poder que parecĆan resumir los juicios a los lideres nazis.
Arendt despuĆ©s dirĆa que actuó a conciencia, que cada una de sus palabras, investigaciones y conclusiones, fueron el resultado de largas investigaciones y diatribas filosóficas. Y sin embargo, lo que hizo a la escritora provocar una reacción inaudita en tiempos convulsos fue sin duda su rebeldĆa intelectual. Se negó a aceptar sin objeciones una serie de ideas que parecĆan reclamar la emoción en lugar de lo racional, que insistĆan en que la verdad debĆa ser una mezcla de obediencia y algo mĆ”s confuso, que por su puesto, Arendt, con su impecable capacidad para el anĆ”lisis, no pudo aceptar. Y es que en tiempos de profunda incertidumbre ā aĆŗn el mundo parecĆa transformarse bajo el temor y el dolor de las consecuencias inmediatas de la guerra ā Arendt no solo dejó claro que no existen absolutos, sino que incluso en lo que consideramos evidente e incontestable, no hay tampoco nada por sentado. En palabras de Aristóteles, en vez de limitarse a ser una Ā«historiadoraĀ», Arendt se convirtió en Ā«poetaĀ».
Una mirada al tiempo, un reconstrucción de la historia
La pelĆcula Hannah Arendt de la directora alemana Margarethe von Trotta intenta reflexionar sobre Arendt desde su lado humano, un dilema que pocas se ha planteado en la cultura pop actual. El film, que despertó algĆŗn escĆ”ndalo en cĆrculos intelectuales de Nueva York y Europa, retrata a la escritora como una luchadora incansable de la verdad, una apasionada detractora de todo lo que se considera ideal firme, lo cual no parece ser necesariamente cierto. De hecho, la Arendt de Von Trotta tiene mĆ”s de heroĆna esquemĆ”tica que de libre pensadora, lo cual parece contradecir lo esencial del pensamiento de la escritora judĆa: su absoluta independencia a cualquier estereotipo. La directora ha insistido en que no se trata de una propuesta documental, sino de una Ā«pelĆcula de ideasĀ» como si el ligero matiz pudiera brindar cierta solidez a su visión. Lo cierto es que la pelĆcula se interesa mĆ”s en los juicios debido a los cuales Arendt escribió sus magnĆficos artĆculos que en la visión real de la autora.
Con un efectismo rayano en lo innecesario, Von Trotta se enfoca Ćŗnicamente en el caso Eichmann sirviĆ©ndose de escenas de su juicio en JerusalĆ©n, extraĆdas de los archivos para crear un ambiente que parece sugerir que la postura de Arendt es consecuencia Ćŗnica de lo que vivió y sufrió durante los largos juicios en JerusalĆ©n. No obstante, la pelĆcula se aleja convenientemente de temas espinosos ā lo que realmente brinda sustancia a la obra de Arendt ā y se dedica a exaltar su memoria de manera casi utópica. Otra vez en Estados Unidos y en Europa se ha despertado una polĆ©mica, aunque en realidad nunca con tanta virulencia como cabrĆa esperarse: y es que quizĆ”s a travĆ©s de las dĆ©cadas, Arendt, su figura inmensa e inapreciable dentro de la visión de la filosofĆa del siglo XX, ha ganado respeto y tambiĆ©n cierto cariz de tragedia.
En la pelĆcula Arendt sonrĆe. Lo hace con cierto cansancio: un gesto lento y casi amable que sugiere profundidades emocionales en el planteamiento de la mujer que creó toda una nueva visión del mal. Tal vez parezca una detalle mĆnimo y superficial, pero esa sonrisa sacude esa imagen suya que concibió a fuerza de luchar y enfrentarse en el terreno de las ideas. Y es quizĆ”s esa sonrisa sin sentido en una pelĆcula que adolece de cierta ligereza sea la alegorĆa mĆ”s evidente al legado de Arendt y cómo lo percibimos. Porque aĆŗn y a la distancia, la gran disyuntiva parece ser si Arendt comprendió el origen del mal o, simplemente, encontró una fisura en el concepto social mĆ”s evidente. SegĆŗn sus detractores, Arendt Ā«encontró un concepto importante pero no un ejemplo vĆ”lidoĀ» (Christopher Browning en New York Review of Books) pero a la vez encontró esa fisura en esa bĆŗsqueda de justicia a ciegas, esa necesidad del hombre de arrogarse el Ćŗltimo sentido de un absoluto concepto de la verdad. Tal vez por ese motivo, Alfred Kaplan escribió en The New York Times que Ā«Arendt malinterpretó a Eichmann, aunque sĆ descubrió un gran tema: cómo las personas comunes se convierten en brutales asesinosĀ». Cual sea la respuesta, se encuentra al filo evidente, peligroso e hiriente de una verdad mucho mĆ”s amplia, radical y de necesaria reflexión: ĀæEs el mal una excusa para justificar lo que hacemos en nombre del bien?
No, Hannah Arendt ā la real ā nunca sonrió en pĆŗblico. Y quizĆ”s esa necesidad de ocultar su alegrĆa ā o su placer, o su simple cansancio ā sea un mensaje silente pero evidente de su visión de las cosas. MĆ”s allĆ” de cualquier idea aparente, existe una versión de lo que somos quebradiza, elemental y sin duda originaria. Ese yo fugitivo que evade cualquier explicación. Una visión del otro casi frĆ”gil en su superficialidad.
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