La decadencia es el imperio de lo opuesto sobre aquello que se considera propio. Porque hay una falsa idea de que el mundo nos pertenece, por ejemplo, es la razón por la cual podamos el césped, limpiamos el moho que se incrusta en el váter o eliminamos a los insectos que llegan al sitio donde estaban antes de nuestra llegada. La naturaleza se apodera de lo que le corresponde y a eso le decimos decadencia. Habrá quien acuse de higiene a lo que es, y ha sido, una invasión de concreto, asfalto y porcelana.

Hay decadencia en la arquitectura de nuestra invasión, hay decadencia en nuestro cuerpo desde el momento mismo en que nacemos, desde el momento en que se pugna por construirnos una identidad, ese estorbo que el tiempo convierte en decreto. Decadencia de nuestro cuerpo contra el que estamos y dentro del cual pocas veces encajamos. A este hardware nunca le ha encajado el sistema operativo, creemos algunos.

Decaer es un verbo activo que se desarrolla con nosotros, en lo particular y con todos, en lo cultural. Porque la decadencia de las ideas es otra que nos remuele y a la que nos aferramos como si en el caer, en este decaer, no fuéramos capaces de soltar todo lo que nos vendieron y nunca fue inherente, necesario o natural.

Nos leemos la próxima semana con otras Porquerías decadentes. 

Aférrense, entretanto, a todo lo que no les pertenece.

Por Antonio Reyes Pompeyo

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