... Pensó por momentos que eso lo ayudaría a dormir, que eso le permitiría alcanzar una buena noche de descanso, pero las formas de lo no visible para los ojos trabajan de formas diferentes.

No podía apagar la luz porque temía irremediablemente que vería la sombra traslúcida de la mujer a través de la cortina. Podía asegurar que estaba la sombra ahí pero también era consciente que no era más que un juego de su mente. No podía dormir. Puso música y cerró los ojos. No quería tenerlos cerrados: sentía que había alguien ahí, con él, y sus párpados se abrían casi por sí mismos. Cada vez que lo hacía, abrirlos, temía de encontrar algo, pero no había nada. Nunca había nada, sólo su imaginación. Comenzó a sudar. No podía dormir a pesar de estar cansado. Entonces escuchó que rascaban, rasgaban algo al otro lado de su pared, la que estaba continua a su cama. Bien podrían ser los vecinos a pesar de que las dos de la mañana se acercaban, es de más sabido que hay gente que parece no dormir, sin embargo, le daba miedo, temía. ¿Por qué tendrían que rascar la pared? ¿Quién rascaría la pared? ¿Qué sentido tenía rascar la pared? Pero para su desgracia no sería lo único: su perro comenzó a llorar desde el patio, desde el exterior. Primero un llanto con su hocico cerrado, pero luego aullidos verdaderos. De miedo, pensaba Santi, pero no podría saberlo, porque de la misma forma lloraba cuando tenía hambre el condenado animal. El sonido de rasgar se intensificó, el llanto también. Santiago estaba pegado a la pared, a la esquina, para poder ver todo y que nada se le escapara para asustarlo de repente y, de la nada, a su mente vino algo que no hacía desde hacía años, que en otras ocasiones no recordaría, pues nunca fue de hacerlo, no se acordaba de nada; pero comenzó a rezar: primero el Padre Nuestro, luego el Ave María, luego el Padre Nuestro, luego el Ave María; una y otra vez. Casi de inmediato su espíritu y su mente comenzaron a calmarse, comenzó a sentir paz, el rasguido cesó lentamente, el llanto del perro también, y por ahí de las cuatro de la mañana, sin dejar de rezar una y otra vez, a pesar de que no se acordaba de eso, de que las oraciones le vinieron a la mente como si las supiera perfectamente, en algún lado de su cabeza las tenía profundamente guardadas; se quedó dormido, profundamente dormido.

Al día siguiente amaneció cansado, aletargado, eso a pesar de que en esos tiempos no hacía ejercicio aún, solamente leía, veía la televisión, jugaba videojuegos y se masturbaba pensando en otros niños. Lo típico de un adolescente normal. Pero esta vez no, no podría inspirarse para poner a trabajar el pulso de la mano y del corazón: tenía en mente que a las tres tendría que entrar a la casa del vecino sin ser visto. Estuvo asomándose continuamente por la ventana, estaba ansioso y nervioso, era tal el nervio que no se podía sentar a descansar, a despejar su mente, a relajarse, no podía concentrarse en nada más porque tendría que ir.

Cuando faltaban cinco minutos para las tres, vio que salían el hombre y la jovencita, se metían en el auto de él y se iban. Dudó lo que él pensó que eran eternidades, eso es lo que él sintió. En su mente se debatía arduamente si debía salir o no a hacer algo que una voz extraña le pidió tan amablemente: no conocía al vecino, sus padres alguna vez debieron saludarlo, no era ni amigo del amigo. Ahora, si lo veían, lo más probable es que se metiera en serios problemas por allanamiento de morada, cosa que no conocía con ese término, pero no está de más. La voz dijo que a las tres, y ellos se acababan de ir, lo cual indicaba que ella tenía razón, fuera quien fuera. ¿De verdad obedecería a una voz que no está ni siquiera seguro de haber escuchado? Podría ser que estuviera relacionado a su perro llorando pero… ¿Qué hago?, se preguntaba una y otra vez, ¿Qué chingados hago?

Como siempre que estaba en duda y no podía dilucidar su futuro, porque en sí nadie lo hace, pero al menos dilucidar qué hacer con su tiempo futuro; decidió echar un volado. Se sentía estúpido y cansado por no haber dormido bien la noche anterior, no podía pensar bien así que decidió dejarlo al destino, Porque a ese güey le vale madres, se dijo, como al mismo universo tampoco le importa, así que es neutral. Y su actuar sería lo más sano para todos y así dejar de desgastarse emocional y mentalmente. Tomó una moneda y lo haría como siempre lo hacía: águila, sí; sol, no. Así, como las demás veces. Tiró la moneda en el aire y cayó girando sobre un lado, giraba y giraba y, curiosamente, supo por adelantado que sería águila. Así fue. Se levantó y abrió la puerta silenciosamente para salir sin que nadie se diera cuenta, vio de reojo a su habitación, que quedaba justo al lado de la puerta de entrada, porque de vistazo creyó ver su sombra de nuevo en la ventana; pero en realidad pensó que era su imaginación.

En el momento en que abrió la puerta y estaba a punto de salir, se sintió estúpido. ¿Ir a otra casa porque una voz que apenas llegué a escuchar en un momento de trance y por una pinche moneda? Pues qué locura, pensó, qué aberración, qué estupidez y, sobre todo, qué mamada. Iba a cerrar la puerta, ya meneando negativamente la cabeza, cuando un escalofrío recorrió su espalda y erizó cada vello, escaso en ese tiempo, de su piel: escuchó el deslizar de una moneda, la vio chocar contra la pared contraria a la puerta, la vio caer con la figura del águila hacia arriba. Eso era un sí insistente. No podría dejar la tarea a medio camino, no era su estilo, no era la forma. Salió entonces, cerró la puerta silenciosamente y volteó a todos lados para asegurarse que nadie en el condominio lo viera. Vivía en uno de esos condominios donde todas las casas son igual de aburridas, con vecinos medio estúpidos que sólo se llevan bien con los que los tratan bien y que no aceptan la más mínima irrupción de una idea diferente a la suya. No estaban ni siquiera los niños que solían salir a jugar, que lo hacían siempre. No: estaba solamente él en una misión de invadir la privacidad ajena seguramente por un mal sueño, por su imaginación encolerizada. ¿No estaré loco?, se preguntó al mismo tiempo que volteó a la izquierda, a la casa del vecino.

A pesar de que la luz del sol le daba directamente, y a esa hora es fuerte el calor, pudo sentir un ligero refrescar conforme se acercaba a la casa, como si jugaran “frío, tibio, caliente” pero al revés: entre más frío, mejor. Si lo llegaran a descubrir, tendría problemas, incluso legales, y tendría que ir a terapia por eso de escuchar voces, porque eso no es sano mentalmente hablando. Fue a la puerta casi pidiendo fervientemente que estuviera cerrada para no poder entrar. Al poner la mano en el picaporte y tratar de girarlo, se dio cuenta que, en efecto, estaba cerrada. No habría forma de entrar. ¡A huevo!, pensó. Cuando se disponía a regresar porque hizo todo lo posible, al girar su cuerpo a su casa, el ruido del seguro quitarse lo hizo detenerse en seco y regresar la mirada a la puerta. Ese peso del que se había liberado al verla cerrada, regresó. La infelicidad también. Luego un rechinido que no sabía que había, seguramente causado con el frío que salía del interior de la casa, no un frescor natural: frío. La puerta se entreabrió.

Sintió que decaía, ignoró el hecho de estar cansado: esto le quitaba el sueño, le quitaría el sueño: ¿Qué hay dentro? De entre todas las personas que pudieron haber vivido esto, le estaba pasando a él, un no creyente en nada de estos casos, un simple niño deforme con problemas para socializar y que se ensuciaba de culpabilidad cuando se tocaba impúdicamente pensando en niños porque ser desviado es del Diablo. ¿Tenía de otra, además? Supuso que cualquier otra persona se habría ido ya, pero no, él tendría que ver ignorando el hecho de que esa noche anterior sería a primera de muchas más llenas de ruidos y pesadillas. De entre todos sus malviajes mentales: conocer a un niño al que le gustara, tener amigos, publicar un libro, que alguien le dijera que era importante; de todo eso, Tendré un amigo fantasma, pues qué mejor… No, no mames, ni pendejo, pensó; pero no podía hacerlo claramente, su mente estaba ofuscada. ¿Qué tendrá escondido aquel hombre que la voz me dijo que fuera a descubrir?

Entró sigilosamente a pesar de saber que el hombre se había ido, pensaba que si hacía ruido, este lo delataría de alguna forma, cosa que no era factible, pues si no hay quien escuche el ruido, ¿quién se enteraría de su allanamiento de morada? La casa del vecino era igual a la suya, solamente que los detalles eran distintos: los sillones, las sillas, las mesas, la cocina, lo que había ahí mismo, lo ornamental, la televisión. Fuera de eso, todo era normal. Nada que delatara algo que podría resultar en culpabilidad de algún tipo. Conforme iba subiendo las escaleras, el frío se acentuaba, pero no le prestaba atención, estaba muy nervioso y, en sí, lo único que quería era salir de ahí. El corazón le latía rápidamente, sudaba y temblaba.

Arriba había tres habitaciones y no sabía precisamente a cuál ir. Algo cayó en una, y el sonido que, por el silencio, sonó como un estruendo poderoso, lo hizo saltar, sentir que el estómago se le iba al pecho, y lo hizo gritar como niña, en especial porque su voz todavía era bastante aguda. Entró a la habitación de donde venía el sonido, y una vez más, todo era normal: una cama King size, demasiado grande para una sola persona, eso era lo único extraño del hombre. ¿Por qué querría una cama tan grande?, eso no es normal, es lo único que pensó el joven Santi. En el suelo había un reloj de mano, eso fue lo que causó el estruendo de relámpago, y así fue como él mismo pensó que era ridículo que él haya escuchado eso tan poderoso viniendo de algo tan pequeño. Ahí el frío era tan helado como el de una nevera. Estaba en el lugar indicado, y eso lo aterraba, volteaba a todos lados para que nada lo agarrara por sorpresa, pero al mismo tiempo deseaba no ver algo que le sacara un terrible pedo del susto.

Comenzó a registrar los alrededores de la cama tratando de dejarla como la encontró aunque, de verdad, ¿quién pondría atención a esos detalles? Sólo un loco. Y cuando estaba a punto de terminar una búsqueda que parecía estéril, cuando el temblor de su cuerpo, por el frío, ya estaba resultando incontrolable pues hasta castañeaba los dientes; dio con algo. Sintió como cuando chocaba con algo que no esperaba, o como cuando pisaba y no veía ese escaloncito y se sentía caer en un verdadero abismo. Su mente se quedó en blanco. Tomó aquello, y lo examinó: era una bolsa de tela de tono gris con algo plano al interior. ¡Eureka!, pensó, y decidió irse lo más rápidamente de ahí pero, extraño, el frío había menguado, no totalmente, pues tal vez su tarea no estaba acabada aún. Había un ambiente expectante, mas no relajado. Se fue lo más rápido que pudo. Vio que no hubiera nadie en el exterior y salió. Al momento de cerrar la puerta escuchó el mecanismo de la cerradura bloquearla. No quiso asegurarse de qué había pasado, sólo quería llegar a su casa.

Entró a su casa de nueva cuenta, lo más silenciosamente posible, se encerró en su cuarto y trató de controlar su respiración que parecía estar atorada en su garganta de tanta que era, de tanto aire que jalaba y expulsaba. Se sentó en la orilla de su cama y vio la bolsa en sus manos, volteó a la ventana y no había nada. Abrió el cierre de la bolsa. El sonido lo sintió casi como el del reloj que cayó: estruendoso. Eran fotos… fotos… era la niña que le fueron a dejar en varias etapas de su crecimiento, desde muy pequeña, de apenas unos, calculó Santi, ocho años, hasta su etapa de adolescente. En varias con poca ropa, interiores infantiles, o nada, nada de ropa, en algunas ella sola posando con obvio miedo en su mirada, observando ella a quien tomaba la foto, no a la cámara. No sabía ella lo que pasaba. Y otras donde era abusada sexualmente, donde su vecino la violaba. No pudo ver más, no porque no le atrajeran las niñas, ni siquiera las de su edad; sino por la violencia y el dolor implacable que estaba en el rostro de la víctima: los ojos llorosos, abiertos viendo el horror personificado, un monstro ante ella destruyéndola de la forma que nunca imaginó, podría haber pensado ella que preferible era que el coco se la comiera… pero esto… Santiago no pudo ver más, y con el corazón galopando, fue con sus padres, y les entregó las fotos en silencio. Ellos no entendían, tomaron la bolsa y siguieron con su televisión, pero como las lágrimas comenzaron a correr por el rostro de Santi, decidieron actuar enseguida, ver las fotos, luego preguntarle, luego decidir qué hacer. Santi no sabía si lloraba por el miedo, por lo que le pasó, por la niña…

Después de eso, todo fue muy rápido para él, muy extraño, porque nunca mintió, y las miradas que le dirigían los policías, los agentes, los investigadores; todas eran de perplejidad, de asombro, de inconsciencia; hasta sus padres tenían problemas para comprenderlo, entenderlo. Fue cuando los medios se enteraron, y como él no mintió, por un periodo de semanas, su vida se vio patas arriba.

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