Que la declaración de independencia en México es un flatus vocis. Que el asunto, de inicio, no era ese y ni siquiera algo parecido. Que el fragor de la palabra ‘independencia’ ha tardado un par de siglos en desvanecerse porque cada tanto, algunas veces al año, nos recordamos que a esta patria humana y generosa le hemos entregado nuestra existencia. 

Que los símbolos en los que descansa el fervor patrio carecen de referentes verdaderos a excepción del rojo en la bandera: un país de muertos en nombre de todas las ideologías, un país Comala hecho de fantasmagorías, una necrópolis administrativa porque es lo que hay.

Que la independencia es la imprecisión de un traje típico, al son de la negra y los jarabes tapatíos, prendada en los vuelos de las faldas de adelitas anacrónicas. 

Que la patria es una idea asoleada los lunes de honores a la bandera, custodiada por el flaco heroísmo del honorable presídium y la supervisión escolar. Que el paso redoblado es un trance imperturbable roto por el desgarramiento agudo de un metal espantoso. 

Que en septiembre de 2021 se conmemora el verdadero bicentenario de una aspiración falsa, incierta, insegura, imposible, inoperante, inocente y cándida. 

Que llevamos tres sexenios de parques, rutas, monumentos y próceres bicentenarios. Que la Nación Mexicana que, por trescientos quinientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre el uso de la voz, sale sigue sin salir hoy de la opresión en que ha vivido. 

Por Antonio Reyes Pompeyo

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