
… Y una vez más, por una extraña razón, las palabras de Umberto surten un efecto casi curativo, las simples palabras ayudan a todos a sentirse mejor.
A ellos dejan los dormir en esa habitación-casa que había en el exterior, no sin antes advertirles que tiene vista a todos lados y que nadie se atrevía a quedarse ahí pues no había noche en la que, por alguna ventana, no se asomara algo o alguien a verlos mientras dormían. Santiago saca las cosas del auto y están acomodándose para dormir. Es una casa de una sola habitación: tiene una sala-comedor-cocina, una cama grande, un baño pequeñísimo y una regadera en un espacio tan diminuto que solamente te puede caer agua si te quedas firme dentro del chorro. Santiago se pone su pijama mientras Umberto se talla los dientes, y mientras el señor lo hace, Santi lo observa y se da cuenta que nunca lo ha dejado de admirar tanto como admira a su propio padre. Lo ama.
Al finalizar y escupir el agua, Umberto sonríe ante el espejo y hace notar su dentadura perfecta para su edad, como siempre la ha recordado Santiago: blanca como las perlas, y alineada como soldaditos de plomo. Umberto voltea sonriendo a Santiago haciendo una mueca graciosa, saca la lengua entre los dientes e inclina la cabeza haciendo esa cara graciosa. Santiago sonríe, muy su pesar, nunca se ha resistido a las caras de Umberto.
–¡Ay, muchacho, nunca vas a crecer!
–Mira quién lo dice, Umberto.
Sonríe el más grande.
–La risa cura, muchacho.
–Lo sé, lo sé, por eso haces reír a la gente: para aliviarlos.
–En efecto, mi pequeño saltamontes, en efecto.
Umberto se pone su pijama mientras Santiago se recuesta sobre la cama y mira al techo.
–Umberto…
–Dime, Santi.
–¿Por qué les mentiste?
–¿Sobre la bruja?
–Así es… no quiere poseer a la niña, las brujas no tendrían finalidad de hacerlo… quiere llevarse a la menor.
–Porque eso es más tenebroso que una posesión, Santi.
–¿Crees?
–Sabes lo que es la posesión: la toma del cuerpo, pero el alma, a menos que el poseído no lo quiera, sigue intacta. Eso quiere decir que, a pesar de que el cuerpo ha sido tomado, aún queda esa persona amada. Si les hubiera dicho que se quiere llevar a la niña, temerían, y el poder de Cristo nuestro Señor mengua al haber miedo. Los necesitamos fuertes.
–Pensé que mentir era un pecado, Umberto.
–Dios nos da libertad de elección, libre albedrío, Él tiene sus finalidades, y a veces hay que hacer lo que no parecería estar bien para alcanzar un bien mayor.
–¿Eso haría Dios, Umberto, hacer algo malo para alcanzar un bien mayor?
Silencio…
–¿A qué va esa pregunta, mi pequeño Santi?
–A nada, sólo pregunto.
–Uhm… no sé si él lo haría, pero otra pregunta sería si lo permitiría…
Santiago no desvía la mirada del techo. De repente siente la cama muy, muy amplia, como si su cuerpo se hubiera reducido, como si fuera más pequeño, a esa edad que conoció a Umberto. Volta hacia su amigo y lo ve con su pijama: es de dinosaurios que, a su vez, están usando pijamas, en un fondo azul rey. Santiago sonríe. Umberto se acuesta sobre la cama y Santiago acomoda la cabeza sobre el torso de él, y no lo siente como se sentiría ya un señor grande y escuálido, sino como en sus años mozos: musculoso, suave pero firme. Agarra su mano y se rodea con ella y la posa sobre su pecho, y ve que su mano es más grande de lo normal. Es como si, o una de dos, Santiago hubiera tenido una regresión en el tiempo y tuviera el físico de su juventud adolescente, o como si Umberto hubiera crecido, cosa que no es posible, pues sí fuera así, no cabrían los dos en la cama.
–Umberto…
–Dime, Santi.
Santiago casi podría haber jurado que su voz cambió, que es más juvenil. Su rostro de agarrota en la oscuridad y las lágrimas fluyen por su rostro.
–Necesito a Mati conmigo, Umberto, lo necesito.
–Estás aferrado a una idea, Santi, y las ideas revolucionan, cambian. Es momentáneo.
–Me siento tan enojado, Umberto… –dice llorando y limpiándose las lágrimas.
–Lo sé, mi muchacho, lo sé.
–Matías fue poseído y yo no estuve para salvarlo…
–Pero no fue tu culpa, mi muchacho.
Sigue llorando.
–Es tan reconfortante, siempre que me abrazas, Umberto, siento que mis problemas se aligeran… suena ridículo pero… pero a veces siento que eres como mi ángel de la guarda…
Entonces, Santiago se pierde en un sueño tranquilo, cosa que no había tenido en semanas desde la muerte de Matías y la pequeña María Magdalena.
No podrían trabajar hasta la noche, de eso está muy enterado Santiago. Una vez más, se siente adulto. No lo hace en presencia de Umberto, por alguna razón, él resulta en una especie de manto protector. Nunca ha dejado de sentirse niño con él, cobijado, con esa necesidad de contacto no paternal, porque a su padre no puede pedirle más dado su excelente trabajo, sino uno más de comprensión. Con Umberto nunca se ha sentido incómodo, y la desnudez que le ha mostrado es la del alma, y él lo ha aceptado tan cabalmente que a Santiago de repente le parece algo fuera de este mundo, esa habilidad suya de hacerlo sentir bien.
El cielo sigue encapotado, incluso más que ayer, es como si tuvieran, no nubes, sino un tanque de agua que ejerce presión sobre sus cabezas. Sería hasta la noche, porque Umberto le ha dicho, las fuerzas del mal laboran mejor por la noche. Cosa que, inconscientemente, cree Santiago, afectan las relaciones socioafectivas del hombre: si lo oscuro es malo, el racismo tendría su razón de ser en eso también, inexplicable y ridículo, como si el mal no se revelara también en el día con forma de luz. Engañoso. La oscuridad no engaña, cobija; pero la luz sí puede engañar, y la trampa es mucho más peligrosa que lo escondido. Lo escondido se muestra como tal, la trampa se muestra como algo distinto, y por eso es tan peligrosa.
Desayunan y comen un molito negro con guajolote, unos elotitos bien tiernitos y un saltapatrás, que es jerez. A pesar de la habilidad cuasimágica de Umberto para generar ambientes de alegría, aquí hay gato encerrado, pues ese ente sabe que hay peligro, y eso no lo deja en paz, y por obvias razones, tampoco a ellos. Constantemente ven vasos que se deslizaban solos que hubieran caído de no ser porque los detenían, puertas que se abren y cierran solas, pasos en los tejados, y el frío es como el que habría en una nevera. Umberto se los dice para que no hubiera monos en la costa:
–Se rebela de esta manera porque tiene miedo, sabe que hay algo que lo puede confrontar, y ese algo… alguien, es mi niño, Santiago.
Comienza a oscurecer, que es mucho más temprano, varias horas antes de lo habitual, dado el terrible cielo encapotado que de repente parecía tener formas de rostros enojados. Deciden entrar en acción. No se preocupa Santiago, porque sabe que el ser humano tiene una tendencia natural psicológica a ver formas reconocibles en aquello que no tiene una forma comprensible. A pesar de que la naturaleza es caótica, el hombre tiende a buscar el orden.
Aún dentro de la casa-habitación, Umberto toma esas botellas de cristal, las forma en frente suyo, y dice:
–Dios, que para la salvación del género humano, hiciste brotar de las aguas el sacramento de la nueva vida, escucha, con bondad, nuestra oración e infunde el poder de tu bendición sagrada sobre esta agua, para que sirviendo a tus misterios, asuma el efecto de la divina gracia que espante los demonios y expulse las dolencias y así, al ser rociados, tus fieles sean liberados de todo daño; que en el sitio que será aspergido con esta agua, no resida el espíritu del mal y se alejen todas las insidias del oculto enemigo; haz que tus fieles, manteniéndose firmes por la invocación de tu santo nombre sean libres de todas las asechanzas. Te lo pedimos, por Cristo, nuestro Señor.
Santiago responde:
–Amén.
La sal aparte, Umberto dice:
–Te suplicamos, Dios todopoderoso, que bendigas en tu bondad esta sal creada por ti. Tú mandaste al profeta Eliseo arrojarla en el agua estéril para hacerla fecunda. Concédenos, Señor, que al recibir la aspersión de esta agua mezclada con sal nos veamos libres de los ataques del enemigo, y la presencia del Espíritu Santo nos proteja siempre. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Santiago dice:
–Amén.
Mezclan, a continuación, el agua con sal. Salen de la casa habitación, y Umberto rocía todo alrededor de la casa con el agua bendita mezclada con sal. Mientras, Santiago se queda frente al camino de tierra húmeda que dirige a la otra parte, a través del maizal, hay una construcción, de donde dicen, provienen llantos y a la que ya no se acercan pues no hay necesidad. Hace años que nadie vive ahí.
–Santi –dice Umberto.
–Dime…
–¿Qué ves?
Voltea al cielo, y luego regresa la mirada a lo lejos.
–Viene de allá.
–Esta gente está maldita, alguien les ha jugado una mala pasada. Esta bruja debe ser destruida. Santiago, mi muchacho, desahógate con ella.
–¿Está eso bien, Umberto?
–Con un ente maligno como este, no es necesario un intercambio de un malo por un bueno. Hazla cagada.
Santiago sonríe.
–Me encanta que hablas como niño pequeño.
–Mira quién habla de niños pequeños… primero, a destruir el hechizo, luego, a la hija de perra.
Santiago voltea hacia Umberto sonriendo sorprendido, pero burlón.
–Yo, de repente, también siento coraje, mi muchacho.
–Vamos por la perra…
Caminan los dos, Umberto atrás de Santiago, hacia donde el cielo se vuelve tan gris que luce negro. Umberto, sin embargo, se queda justo afuera de la casa, como es su costumbre. Santiago camina solo ahora. El cielo es otro muro de piedra gris como el de la casa de a donde llegan, pero no hay puerta, esta decaída y deja pasar a cualquiera.
Al cruzar la entrada, la naturaleza muestra su poder: donde antes había algún tipo de civilización en torno a un jardín cuidado, solamente quedan árboles, plantas y demás animales corriendo de ahí por allá. Es una especie de enorme patio donde tenían nopales que ahora se secan, árboles de los que cuelga heno, y suertes de pequeñas macetas que son pura tierra ya. Al frente, otra puerta custodiada por dos paredes de madera, una puerta de madera podrida. Santiago camina expectante, volteando a todos lados a cada rato, sin ver nada, sólo plantas que se van ensombreciendo con la naturaleza. Un relámpago cruza en cielo pero nunca llega el trueno.
Apenas al estar frente a la puerta, Santiago se da cuenta de lo oscuro que está. Las sombras crecen acechantes a su alrededor como animales que poco a poco tratan de verse libres para sus fechorías más terribles. Una gota cae, y luego otra, y luego cientos más siguen. Santiago se pone el gorro de su sudadera y abre la puerta. A su derecha hay una construcción, una habitación totalmente oscura de pura piedra, al lado de esta, al frente, un corral, luego al lado del corral, al fondo, una puerta de metal oxidado lleno de hoyos que tiene arriba un rectángulo sin metal; a la izquierda hay una casa parecida a la otra en la que se quedaron, pero las tejas están rotas, desgastadas, alicaídas, como todo lo que hay. La piedra ha sido erosionada por el tiempo, el frío y las lluvias, todo está totalmente oscuro.
Santiago suspira y ve al frente: en la puerta se ve la sombra de un animal, un burro seguramente, que observa expectante en la oscuridad, luce negro totalmente, sus orejas puntiagudas hacia el cielo que cae en lluvia. No se mueve, ni siquiera parece respirar. Escucha Santiago, entonces, ese sonido de puerco que algunas personas parecen poder emitir también al reír, pero esta vez sin persona, y proviene de ese cuchitril vacío. Le llega el olor a estiércol, a diferencia de cuando llegó a ese lugar, uno aborrecible. Pero está vacío. Voltea a la casa y todo luce en total oscuridad, las ventanas sin cristal sólo vuelven desnudo el interior que está totalmente fuera de la visión de Santiago. Voltea de nuevo a la puerta: ya no hay burro, sólo un contexto gris y lejano. Otro relámpago ilumina el cielo, pero no hay trueno. A su derecha está una habitación, a su izquierda, la casa.
Va a la izquierda. Llega a la puerta. No puede ver nada al interior. Saca su linterna y alumbra: un círculo de luz se proyecta en todo. Hay una puerta la derecha, cerrada, de madera; y otra a la izquierda, entrecerrada, de madera. Santiago alumbra a la puerta de metal que tiene justo en frente y nota una cadena que ha sido violentada antes. La retira y abre. El rechinido es poderoso. La lluvia cae a cántaros. Entra en la oscurecida exvivienda y voltea atrás. Siente que alguien lo observa desde algún lado, pero son tantas las sombras que duda que sea cierto. Suspira. Umberto se regresa con la familia para tranquilizarlos pues, probablemente, verían o escucharían cosas. Santiago está solo.
No piensa, sabe que si lo hace, sentirá miedo. Regresa la lámpara a la puerta que estaba entrecerrada, ahora está totalmente abierta, y la oscuridad reina desde dentro. Nota que de las paredes escurre el agua muy oscura, de no ser porque sabe que es agua, de repente un tono rojo profundo pareciera tener impreso, incluso espeso, como si no fuera totalmente líquida. Cae casi hecha costra. Voltea atrás, puede sentir que respiran en su cuello… nada, es el viento de la lluvia, seguramente. Camina a la habitación. La luz pareciera ser tímida al ir alumbrando apenas poco a poco la oscuridad impermeable, siente que en cualquier momento se le aparecerá la bruja, esa mujer desnuda de piel ceniza, brincará, se le lanzará sobre el cuello y le chupará la sangre.
–Ven a chuparmésta, hija de la chingada–dice en voz baja. Alumbra al interior de la habitación: vacía. Entra y ve en el suelo algo que sobresale, algo oscuro, en medio de algo más que refleja la luz de su lámpara. Camina lentamente sobre el entorno gris. No hay nada en la habitación, sólo oscuridad molestada por su luz… y ahí lo ve.
–Encontré al gallo negro bien entrón, señor – dice a la nada. No tiene cabeza, y no queda más que lo que era la carcasa, plumas negras que el más mínimo viento se llevaría, todo en un polígono hecho con gis blanco, hay también una prenda de la niña pequeña, y una muñeca sin piernas, seguramente de la mayor, hay un pendiente de mujer, y un zapato de hombre. Cuestiones que debieron olvidar aquellos de informar. Es un hechizo, tal y como dijo Umberto. Santiago saca una botella de plástico que tiene gasolina, y la rocía sobre la ofrenda. Ve que las paredes a su alrededor, al menos lo que logra alumbrar su lámpara, están totalmente bañadas de agua que refleja con un espeso tono rojizo. Al echar la gasolina, no le llega ese penetrante olor petroquímico, sino de sangre. Es un olor tan espeso como el de la sangre. No hay ruido más que el de la lluvia caer. Con forma de cruz esparce la gasolina, y la prende fuego. La llamarada alumbra todo y el agua no parece agua, parece sangre. No sabe Santiago si es reflejo de la luz y que sus ojos se deslumbran con la llama, pero en el extremo opuesto de la habitación cree ver una figura encorvada que lo observa desde ahí, gris en lo negro.
Santi dice:
–Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo… Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. Y el tentador, acercándose, le dijo: «Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes». Jesús le respondió: «Está escrito: “El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”». Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: «Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra”». Jesús le respondió: «También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”». El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: «Te daré todo esto, si te postras para adorarme». Jesús le respondió: «Retírate, Satanás, porque está escrito: “Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto”». Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo.
Las llamas se extinguen, no queda rastro del gallo, ni del zapato, ni de la ropa, ni de la muñeca, ni del colguije. Patea las cenizas con un pie. Apunta a su rededor y no hay nada. No hay agua escurriendo por las paredes, no hay reflejos rojizos, no hay sonido de lluvia, pero sigue empapado. Sólo hay una forma de asegurarlo, así que saca el audífono de su bolsillo del pantalón, lo estira a su oído, lo pone. Saca el celular, el brillo lo enceguece por momentos, busca qué poner… ¿qué será bueno?, ¿qué será bueno?… Putrid beast, mutant with a bloody fist, puking acid in the night… Lo impresionante de esa canción, piensa Santiago, no es la violencia de la misma, sino que fue hecha para una caricatura, e incluso así, mejor que otros grupos reales.
Camina en silencio afuera de la casa. No hay sonido de nada y el sentimiento de persecución se ha ido. Voltea al cielo y ve el más impresionante y hermoso cielo estrellado, puede ver rastros de la vía láctea, un poco de leche derramada por ahí. Pero no la leche que me gusta, piensa sonriente. Y un ruido lo distrae. Pasos, pero no sobre la piedra, pasos húmedos que quieren disfrazarse de silencio, todo entre el metal pútrido de Dethklok. There´s nothing to save, you´re my slave, burn the earth…. Le ha informado Umberto mil veces: no te voltees, porque al hacerlo, lo más probable es que hayas sido engañado.
Voltea a la derecha: en la entrada, ve a alguien yéndose. No sabe quién, sólo se va como sombra entre lo oscuro. Voltea a la izquierda: el burro está de nuevo ahí, impávido, entonces se eleva la cabeza, se levanta en las dos patas traseras, y se queda ahí, esa sombra de burro, mitad humano, mitad animal. Sabe que está aquí, la perra quiere asustarlo. El burro inclina la cabeza a un lado y sus ojos ahora brillan grises. Entonces viene el sonido, lento, bajo, como disfrazado. Si se voltea, ella atacará de donde él no se lo espera, pero si no voltea, igual atacará. Saca de su bolsillo trasero un espejo y lo toma en su mano. Sabe que en el momento en que lo estire, no habrá vuelta atrás. Estira su brazo y lo levanta apuntando el espejo hacia atrás. Suspira. Tiene un escalofrío que lo recorre todo. Tan fuerte es la emoción que no parece escuchar la música. Apunta atrás, al techo de tejas, el cielo raso, la oscuridad iluminada por una bellísima luna y… danzando en la oscuridad, de un lado para el otro, una anciana desnuda cuyo cabello apenas en girones se mueve en una oda de putrefacción y horror. Su grito de coraje empieza a aumentar de volumen: ronco comienza como una mmmm alargada, y poco a poco se va volviendo un rugido de fiera. En el techo de teja ve acercándose como bailando, la hija de perra, como si tuviera un pie más corto que el otro, a él, dirigiéndose a él. Siente un escalofrío. Y su gemido se vuelve rugido. Ve que se levanta justo atrás de él luego de saltar del techo. Entonces, Santiago, ve al frente, deja caer el espejo, y tiene a la bruja frente a sí mismo, con esa asquerosa piel que parece de piedra rugosa, esos ojos vacíos en cuencas de locura, grises, perdidas, torcidas; y grita, grita como un demonio lo haría. A un lado ve la sombra del burro, un burro de oscuridad totalmente, en dos patas; y al otro, una figura alargada reptando por el suelo, una serpiente que se acerca. Toma a la bruja con la mano izquierda, del cuello, y es como si agarrara gusanos, siente miles de gusanos moverse en su mano, lo que más le aterra, y casi vomita, y ve que la piel de ella es de gusanos blancos diminutos, cientos de miles de ellos reptando unos sobre los otros. Parpadea. Es la hija de puta de nuevo. Santiago dice:
–Bajo tu amparo, nos refugiamos santa Madre de Dios, no desprecies las oraciones que te dirigimos en nuestras necesidades. Antes bien, líbranos de todos los males, Virgen gloriosa y bendita… Amén.
Y con la otra mano deja caer agua bendita sobre la bruja. Y esta grita una vez más, se deshace, ve Santiago que los gusanos se deshacen en el suelo, y que el burro sombra no está, ni la serpiente. Voltea atrás sin necesidad porque no hay nada, sólo una puerta cerrada. Y voltea a la puerta donde al inicio estaba el burro, y no hay nada. Sólo hay un hermoso cielo estrellado. Santiago camina de vuelta. Nota con curiosidad que no hay maizales crecidos, sólo pequeños brotes a ras del suelo, siendo los más altos, de treinta centímetros; bien pudo haber jurado, al estar en camino del lugar, que estaban a metro y medio, o dos, o más. Ahora ve que en su mayoría están secos.
Al llegar a la casa, entra temblando de frío, goteando. Umberto se apresura a asistir a su muchacho, le ayuda a quitarse la ropa mojada, toda a excepción de los interiores, y lo cubre con un manto así como ayuda a generar calor de nuevo.
–¿Qué te pasó, hijo mío? –Pregunta Umberto.
–Llovía, al llegar llovía mucho y dejó de hacerlo cuando la confronté.
Umberto le guiña un ojo.
–Eso es imposible muchacho, ese fue uno de los problemas de los que les habíamos contado –dice la madre de las niñas–, no ha llovido en meses y es por eso que nuestras cosechas nomás no crecen.
Santiago voltea de nuevo al exterior y ve que no hay maíz, no hay cosecha.
–Bueno, mi buena señora –dice Umberto con cierto júbilo–, eso se ha terminado.
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