
No tengo pruebas de nada, aún asà me conduzco como si tuviera la certeza de todo en algunos asuntos. Me permito imaginar con estúpida seguridad que hay absolutos en lugares cuya resolución del margen de error es tan pequeña que es despreciable… o asà lo pienso. Tres años se dicen fáciles al ver el teléfono de ese casi desconocido. Mi terapeuta, cuando he de mencionar ese personaje aunque no me lo dice, imagino que le desprecia (o por lo menos percibo le desespera que yo le conceda a tal sujeto tanta indulgencia). Tal vez yo pertenezca a esa categorÃa de “optimistas pendejos”, como dirÃa mi padre. Como de costumbre mensual, visité el diván, y pude recapitular algunas cosas de este último mes; de un episodio en particular.Â
Era la madrugada de un dÃa de trabajo. Desperté de repente sin necesidad de alarma. Mi cuerpo últimamente no descansa tanto. HabÃa pasado por una única crisis nerviosa, y posteriormente una crisis epiléptica dÃas atrás. Me venÃa recuperando. Doce horas de sueño hicieron la magia de volverme a sentir medianamente funcional. La pantalla del teléfono parpadeó, la notificación de ese vicio que son las redes sociales, mostraban al alcance de mi pulgar un despotrique (como el de cualquiera que se indigna con justa razón), de una chef expresándose en esa situación del CIDE. En el tuit, que tal vez quien me lea pudiera rastrear, hablaba de un turbio personaje de cierto partido polÃtico, quién descalificó la postura de la comunidad académica y su sentir. Este habitual oportunista no me es ajeno: han sido algunas ocasiones en las que ha mostrado su capacitismo y conspiranoia, y ha enfrentado a más de un experto en ramas que no domina. La voz entre algunos galenos, y otros jurisconsultos con quienes me topo más por ser el ajonjolà de todos los moles que por un supuesto y dudoso exceso de capacidades, coinciden en que la capacidad intelectual del sujeto es formidable, pero que ha perdido la cabeza.
Ni tarde ni perezosa hube de inmortalizar en una captura de pantalla la indignación en pocos caracteres y lo envié vÃa Whatsapp a ese desconocido a quien mi terapeuta le frustra. A veces es simple afán echar un cerillo a ese cerro de madera y gasolina que he armado meticulosamente, para ver todo arder. Un comentario que sé que desencadenará un pandemonio. A veces a uno le gusta jugarle al Nerón, pero juro que esta no fue la ocasión. Eran las 5 de la mañana, y sólo puse “deberÃas de considerar un poco más tus asociaciones, no diré más”… o algo asÃ. Pareciese que hubiese despertado al Kraken. Furiosos dedos se movÃan del otro lado de la lÃnea para aleccionarme. Una primera lÃnea me fue suficiente para decirle: “no diré más” y bloquearle. Le dije a mi terapeuta, y sentà que su sonrisa enmascaraba una carcajada. Primera vez que dejo al silencio electrónico una agresión que pudiese venir en mi camino, dejándole solo con su ansiedad, me he puesto primero. Lo irónico es que asà es siempre. Esta persona es un ente intocable, y le defiende como un amor perdido. Desde hace años me di cuenta que hay espacios que me es imposible habitar, y que dicho corto neuronal me empujaba a empecinarme en buscar lo imposible. Supongo, entonces, que hubo ocasiones en las que no hube perseguido un afecto sincero hacia alguien, sino era una manera del ego de mostrarse superior, excelso. Pero después de tomar ese medicamento cuyo nombre asemeja el de una frase en islandés, mi mente queda conforme en que no hay una necesidad de capitalizar y consumir relaciones personales. ¿Qué hemos hecho que nos vemos tan desechables? Supongo que tenÃa que aprender que no todo lo puedo, y que consumirlo todo no es saludable. Supongo que tenÃa que haber un diagnóstico de por medio.
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