
De entre todos los autores que tuve el placer de leer en el año que acaba de terminar, son dos los que quedan en la cima: Thomas Pynchon y Úrsula K. Le Guin. Personalmente, tanto como lector como escritor, la única diferencia que encuentro entre ellos es que soy más afín a los temas de la segunda que del primero. Eso, y que él es un cínico y ella lo contrario. Son escritores opuestos en temas, en su forma de narrarlos, en su estilo, y en muchas cosas más. Leerlo es una bofetada, leerla es una suave caricia. Empero, hay algo en común en los dos: el amor.
Los libros de Terramar son una saga fantástica que no había sido percibida como tal en su inicio, la cual, Úrsula K. Le Guin fue expandiendo poco a poco. En palabras suyas, fue explorando y conociendo el archipiélago en donde se desarrollan los libros. Sin embargo, en esta ocasión no trataremos la saga en su totalidad, sino un libro en específico, el tercero.
“La costa más lejana”, trata sobre Arren, un joven príncipe que va a pedir ayuda al mago más poderoso de todos: el Archimago Sparrowhawk. Algo se cierne sobre las tierras, se va expandiendo. En Terramar, la magia nace de las palabras, de poder nombrar las cosas con su verdadero nombre. Esta extraña enfermedad oscura, hace que la gente olvide la magia, las palabras milenarias con las que se comunica, olvidan las canciones, se olvidan de sí mismos y el sol y las estrellas pierden su vitalidad. Todo a cambio de una extraña promesa: la de no morir. A lo mejor no suena devastador, pero hay un par de pasajes en los que se ven envueltos dragones en los que uno deja de respirar por momentos.
Así, pues, el Archimago necesita un guía, y qué mejor que el joven príncipe, quien en su inocencia y vitalidad, ayudará a evitar que el mal se expanda. Es un mal opuesto a la creación, es un mal anticreativo. A Arren le parece extraño que el mago más poderoso de todos le pida ayuda, que sea su guía, además de que siempre lo hace responsable de lo que va sucediendo; pero accede.
Una vez ya habiendo establecida la línea narrativa, aquí viene lo que vuelve a Úrsula una escritora que se merece mucho más de lo que ha recibido. Ella no tiene nada que pedirle a otros grandes como Tolkien en la fantasía. El joven Arren siente un ardoroso deseo hacia su maestro, el Archimago. No es un deseo sexual, es un deseo de amor. Él ama al maestro. Hay varios pasajes en los que su amor al mago es expresado con esa entrañable jovialidad con la que los “cortos de experiencia” en la vida sienten, con esa fuerza. La frase es tal: el joven se enamora del mago.
Si yo pudiera, me encantaría preguntarle a ella: ¿Por qué describir de esa forma el sentimiento del joven hacia el Archimago? Seguramente, este es sólo un desvarío mío, un malviaje mental de alguien que por años se negó y culpabilizó, y que al encontrar una pureza en la descripción de un sentimiento que bien podría pasar por homosexual, dice: También lo que yo siento, hacia quien sea, es hermoso. Pero bueno, independientemente de si es un malviaje o no, la literatura da lugar a eso, como dijo mi Maestro Umberto Eco: a replantear lo que es verdad, y con eso, modificarla.
El sentimiento del joven es algo puro. No es un deseo sinsentido al que todos estamos expuestos por el simple hecho de ser humanos. Lo dejo establecido porque no faltará el purista que dirá “Es un sentimiento de respeto y admiración a su maestro, lo que tú haces es malinterpretarlo todo, te proyectas”. En efecto, como todos los lectores hacemos: nos proyectamos en lo que leemos, porque para eso leemos.
Y quien no crea que es así, es porque no sabe leer.
Prosiguiendo con el libro, tampoco hay ningún indicio de que haya algo que dé lugar a pensamientos sexuales. O sea, no hay ningún acto en el que uno piense mal del maestro. Sólo son dos compañeros de luchas incansables. Lo que sucede es que el modo de expresarlo es ese, el de amor, de que el joven acaba como un soltero que se vuelve el rey, pero nada más. Hay una búsqueda, y luego lo deja ir (al Archimago) al no encontrarlo para su coronación.
Sin embargo, es útil leer el malviaje de alguien que bien podría estar malinterpretándolo todo. En primer lugar, porque así uno se da cuenta que, como siempre, su punto de vista es el correcto; y segundo, porque nos damos cuenta del poder y de cómo es difícil usar las palabras.
Creemos que una historia de amor es una de pareja, cuando hay varios tipos de amor, y no por eso uno o el otro es “más poderoso” que el otro. Es decir que la narrativa pasional de Romeo y Julieta, de amor incansable de Béren y Lúthien; son igual de poderosas que de historias de amistad, de amor de padres a hijos, de hermanos. Pero no nos fijamos porque tenemos casi preestablecido que el amor es el heterosexual. Es más: pensar en una historia homosexual entrañable, es complejo.
Peor aún: no se limita solamente a las letras y narrativas ficcionales, sino que el mismo hecho de expresar lo que sentimos en nuestra vida diaria, se ve menguado. No le puedo ir a decir a mi amigo que lo quiero (mucho menos que lo amo) sin establecer, antes o después, que es como amigos, porque si no, hay una incomodidad. Igual aquí: no puedo creer que el joven Arren ame al Archimago porque sería algo fuera de lugar. Pero, ¿por qué? Justamente el pensar en esto, con todo y su proyección personal, es lo que da sentido a la literatura: ¿Tendría algo de malo que Arren se enamorara, homosexualmente, de su maestro?
Especialmente describiéndolo de forma tan pura: es un amor que busca luchar, servir a su señor, dar lo mejor de sí para que él se dé cuenta. Arren se supera en todo sentido, a pesar de que no lo cree posible, que no se cree suficiente; y así convence a su maestro. Se da cuenta de eso cuando lo cuestiona y aquél, el mago, sonríe satisfecho. También, por azares complicados que ponen en peligro su vida, y él, el joven, sólo toma a su amigo de la mano, ese acto resulta en un gesto bellísimo y enternecedor.
La cuestión en sí, no es literaria como tal: Arren dice de su maestro que es su amigo, pero también la gente hace eso para ocultar otros tipos de amor. No digo que este tercer libro de Terramar sea una anécdota homosexual, pero sí tiende a dignificar el sentimiento. Como todo lo que hace Úrsula K. Le Guin, ya sea en ciencia ficción o en fantasía, leer estas páginas son una enternecedora caricia: uno levanta los ojos, llorosos, esperando ver decepción y queja en el gesto que vemos, pero nos recibe una sonrisa y una invitación a pensar que, cuando el sentimiento es puro, es hermoso, y no hay por qué culparse al sentir algo así. Es más: hay que compartirlo. Una escritora que logra eso en alguien, quien sea, se merece los más altos de los elogios.
Muy personalmente, al menos por momentos, dije: lo que por años me hizo sentir rastrero, en realidad es algo bello.
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