Santiago tenía sentimientos encontrados ese día en que vería a Matías después de tres largos años. No sabía cómo se vería él, o si él mismo se vería bien. Estaba nervioso al inicio, se sentía torpe y no sabía qué le diría, no tenía tema de conversación más que una queja: en su último cumpleaños, que había sido casi 6 meses atrás, Matías le había dejado de contestar, para luego, de repente, decirle que regresaría. Le parecía extraño y lo había tomado como una afrenta personal. Por mucho tiempo, Santiago se preguntó qué era lo que había hecho mal como para que su Matías no le contestara. Así que sentía que no lo quería ver, pero al mismo tiempo había esperado tanto poder tenerlo en frente una vez más. Era como un anhelo tan profundo que no sabía si era real, le parecía tan extraño que después de tanto querer por fin se cumpliera, parecía un sueño volviéndose realidad; y justo por eso le parecía más una fantasía, un acto de su imaginación. Habían quedado de verse en una plaza comercial para caminar un rato y de ahí, seguramente, ir a la casa de alguno de los dos para ver películas y acabar el día.

Santi estaba sentado en una silla con los nervios comiéndolo y volteó hacia una de las entradas del lugar y lo vio, por fin, después de tanto tiempo: Matías había crecido, de hecho eran ya de la misma estatura, su cabello más largo dejaba ver esas ondulaciones castañas casi negras que caían en su frente, su gesto seguía siendo el del niño pequeño que conoció pero ya embarnecido, más ancho de hombros, con un mentón relativamente pronunciado, una playera que dejaba ver el trabajo físico de su cuerpo, y unos pants que no dejaban mucho a la imaginación. Santiago sintió un vuelco en el estómago como nunca antes lo había sentido. Se vieron directamente y se sonrieron, caminaron el uno al otro, en realidad aguantaron las ganas de correr, y se abrazaron, un fuerte abrazo muy largo, de varios minutos, en el que ambos solamente cerraron los ojos, apoyaron sus cabezas en el hombro ajeno, y se quedaron ahí, respirando cada uno el olor del otro hasta que por fin decidieron separarse y comenzar a hablar al mismo tiempo que recorrían todo el lugar sin prestar atención especial a nada que no fuera lo que el otro estaba diciendo.

Luego de ir a ver ropa, y de que Matías se midiera playeras en frente de Santiago como si el pudor no fuera algo que lo afectara. Santiago se sentía como atontado, como afectado por bebida, como si hubiera consumido alcohol y tuviera esa sensación de flotar al caminar y ese cosquilleo en las mejillas, también se confrontó a varias ocasiones en que se le trababa la lengua pues estaba engatusado: ver a Matías sin playera le fue un golpe al hígado. Se recuperó, sin embargo, se sentaron uno frente al otro en una mesa pequeña mientras comían su respectivo helado cada uno de ellos.

–… pero fuiste tú el que me dejó de contestar.

–¿Cuándo?, mentiroso –le dijo Matías fingiendo demencia, con su voz de tenor, se le había engrosado más, y Santiago encontraba un lujo casi placentero escucharlo, quería que siguiera hablando, quería escucharlo una y otra vez. El percibía su propia voz como algo indigno en comparación.

–En tu cumpleaños, te había mandado mensaje para felicitarte y todo y tú no me contestaste ni nada –le dijo Santiago con un poco de resentimiento en la voz. Notó que Matías tomó un semblante serio y bajó la mirada al helado casi como si no fuera capaz de ver a los ojos a su amigo, como si eso fuera a abrir una puerta que deseaba dejar cerrada porque, lo que adentro habría, no lo podría controlar.

–Ah, ya, ya, recuerdo –dijo genuinamente arrepentido–, lo siento, es que… bueno, pasaron cosas y… –por fin pudo levantar la mirada y mostrar una sonrisa que, honesta no le parecía a Santiago, pero todo en él lo notaba perfecto–… bueno, equis, ya estoy aquí, es lo que cuenta, ¿no? Te extrañaba mares, Santi.

–Yo también te extrañé mucho, no tienes idea –dijo Santiago mientras recordó fugazmente ese día en el que se fue–, ya tienes barbita, por cierto –le dijo quisquilloso.

–Sí, no me gusta, pero como que me va a salir más… tú sigues igual de lampiño de la cara, apenas ahí con tu bigote de pelusa –dijo para reírse burlonamente–, a Melissa no le gusta que tenga bigote.

–¿Melissa?

Matías lamió su helado para luego decirle:

–Sí te había contado, ¿no? Estoy viendo a alguien.

–¿Como cita o como algo paranormal?

Matías rio acaloradamente, ruidosamente, mientras Santiago solamente disfrutaba de escucharlo y verlo.

–¿Sigues con eso de ver muertos? –Preguntó, tal vez, demasiado interesado.

–Sí, ya hasta me pagan.

Matías frunció el ceño.

–Pero tú me habías dicho que por eso no hay que cobrar porque sólo cobran los charlatanes y esos son cosa del diablo y no sé qué y no sé cuánto. Te has vuelto lo que juraste destruir.

Santiago sonrió.

–Me paga la iglesia, no la gente. Umberto hizo no sé qué procedimientos para hacer de esto un trabajo pagado y así yo poder tener una retribución y poder seguir apoyando en ese sentido. Básicamente me mantienen los diezmos.

Matías rio de nuevo.

–¡Ah, no ma!, qué chido, qué chido…

–Bueno –dijo Santiago casi sin querer preguntarlo porque al haber escuchado el nombre de una niña casi sintió que se le caía el estómago a los pies–, me estabas contando de que veías a alguien.

–Ah, sí… –dijo Matías con un atisbo de incomodidad–, Melissa, es una niña de allá, es mi novia… se supone, ahora que me vine para acá, no sé muy bien.

No pudo evitarlo que, por momentos, desapareciera su sonrisa de los ojos, sus labios hicieron un arco de tristeza y la barbilla se le arrugó; sin embargo, se reacomodó en la silla, sacudió poco la cabeza y dijo:

–Ah, ya, qué bien, me alegro por ti.

–Sí… llevamos poquito tiempo andando, me gusta pero ella sí está muy clavada.

–¿Clavada?

–Sí, o sea… me dice que me ama y no sé qué, aunque, yo creo que para amar se necesita mucho más tiempo.

–Pues los sentimientos no se pueden controlar, supongo –dijo Santiago sin emoción alguna, sólo por llenar el vacío, por no dejar el silencio tomarlo todo. Matías notó aquello pero lo ignoró.

–¿Y tú?… ¿ves a alguien o… –Santiago lo interrumpió.

–No, yo sólo estudio y trabajo, no me da tiempo para más.

–Siempre has estado trabajando que yo recuerde, deberías darte un tiempo, ¿sabes? –Dijo Matías para acabarse su helado–, es bueno relajarse también.

Santiago casi no lo quería escuchar, era lo mismo que decían sus papás. Vio a Matías que, con la lengua, recorría sus rosados labios que quedaban brillantes por la saliva, buscando erradicar cualquier resto de helado que quedara ahí o en la comisura de su boca. Santi sonrió porque eso lo hacía desde siempre, no se limpiaba con servilleta, ni con el antebrazo; solamente recorría con la lengua. Esta vez, le quedó resto de chocolate en el lado derecho de la boca.

–¿Por qué sonríes?

–Porque sigues haciendo eso.

–¿Qué?

–Limpiarte así y, de todos modos, como siempre, te queda u poco de helado. O lo que sea que comas.

Matías le sonrió.

–¿Dónde me quedó helado?

–Aquí… –dijo Santiago para alargar la mano y con el dedo retirar el resto de helado. Era común que ellos compartieran la bebida y usaran el mismo vaso, generalmente Santiago se comía la comida que dejaba Matías, incluso llegaban a compartir paletas de hielo. Pero esta vez no retiró el dedo, lo dejó ahí, al lado de su boca, y rozó suavemente los labios de Matías, húmedos por la saliva, y no supo si de verdad él lo hizo o si se lo imaginó, pero creyó ver que la boca de él se abría un poco, como si sus labios le hicieran un pequeño espacio para el dedo de Santiago. Y en seguida, en un arrebato veloz, Santiago quitó la mano y retiró la mirada de aquel; mientras el otro también parecía un poco atontado. Santiago sintió las mejillas en llamas, acalorado todo él, y una molestia en el pantalón que, sabía, debía bajar antes de poder caminar de nuevo.

–¡Listo!… listo, ya no tienes helado –dijo limpiándose en el pantalón de mezclilla.

–Gracias, gracias…

Y se quedaron en silencio los dos, viendo a todos lados excepto el uno al otro.

–Yyyy –dijo Matías–… ¿nos iremos a mi casa o a la tuya para ver la película? Digo, somos vecinos, podemos tomar la decisión ya.

–No sé –dijo Santiago con incomodidad–, podríamos ver la película otro día.

–¿Por qué? –Preguntó Matías frunciendo el ceño.

–Pues porque… pues va a haber más días que nos veamos, así puedes… pues no sé, hablar con otra gente y así.

–No, no, yo quiero estar contigo hoy, hace mucho que no nos veíamos, quiero ver la peli contigo, habíamos quedado. ¿Por qué ya no quieres?

–No sé…

–Ay, ándale, Santi, no seas así, vemos una peli y ya, ahí muere… vamos.

Santiago lo volteo a ver y creyó ver que el brillo de sus ojos titilaba como el de las estrellas, y su gesto de joven pero no de niño le producía gran bienestar.

–¡Anda!… –Insistió Matías pegándole en el pie, suavemente, por debajo de la mesa.

–Bueno, bueno, vamos –dijo Santiago en contra de su voluntad que, por momentos, creyó que el malestar de saber que Matías tenía novia desaparecía por esa enorme sonrisa que él dibujó en su rostro.

Decidieron que verían la película en la casa de Matías, él la eligió, una que Santiago no había visto y que le causaría soñar que soñaba: el Origen. Simplemente quedó pasmado ante todas las posibilidades que había visto, las paradojas, así como Matías le iba diciendo cosas curiosas de la película como que se tardaron diez años en escribir el guion y cuestiones por el estilo. Santiago se sintió un poco desanimado pues, sabía, no lograría escribir algo con esa profundidad y esa maestría; sin embargo, no pudo evitar amar la película.

Cuando ésta acabó, Matías se acostó en el alargado sillón y puso la cabeza sobre las piernas de Santiago, para verlo a los ojos, y le dijo:

–¿Qué tal?

–Tienes buen gusto, he de admitir –le contestó viendo hacia abajo y pasando sus dedos entre su suave cabello.

–Te dije que te iba a gustar, pero ahí andabas con “ay, ya no quiero ir que no sé qué”.

Santiago solamente sonrió forzadamente y no dijo nada. Volteó al televisor que solamente mostraba el menú del disco de la película, y se dirigió a Matías:

–Pues creo que ya me voy.

–¿Por qué? Apenas son las 9.

–Pues ya es tarde.

–No, quédate otro rato, ándale.

–No sé… es que… pues ya es noche, Mati.

–Santi, quédate.

–¿Y qué vamos a hacer?

El rostro de Matías se puso serio, pensativo, tenía una idea pero no la quería decir, lo sabía Santiago, había algo en su mente que no se atrevía a sacar.

–¿Qué? –Le preguntó.

Matías se incorporó, se sentó al lado de Santiago y miró al suelo, no lo veía a él, a su amigo.

–De hecho… –dijo con la voz temblorosa, casi nula, como si lo hubieran regañado fuertemente, su tono hasta era más agudo pero siempre conservando su fuerza–, pues es que…

–¿Qué pasó? –insistió Santiago.

–No sé cómo decírtelo.

–Pues nomás dilo, así, sácalo. ¿Qué pasó? Soy tu amigo, me puedes contar todo.

Matías volteó a verlo con el ceño ligeramente fruncido y apretando los labios.

–Quería ver si tú… es que es tonto… quería ver si tú podías usar tu habilidad conmigo.

Santiago se quedó brevemente en silencio, regresó la mirada a los ojos de Matías, y le dijo:

–¿Te ha pasado algo?

–No, no, nada.

–¿Entonces?

–Por favor, Santiago.

–Es… extraño, o sea, no es como que un juego, no me gusta mucho esto porque en sí cada vez que escucho música me da miedo escuchar otra cosa, ¿sabes? De hecho es bastante… feo…

–Sólo necesito saber –dijo él enfáticamente, verdaderamente deseoso de recibir la ayuda de su amigo–, por favor, ayúdame, sólo una vez, sólo esta vez.

–Yo no invoco nada, no es como que llame a alguien para hablar… sólo si están por ahí, y se quieren comunicar conmigo, yo escucho, Mati.

–Lo sé, y yo sé que es cosa seria para ti y… y justo por eso te lo pido.

Matías se notaba muy nervioso pero al mismo tiempo de verdad quería la ayuda de su amigo, era cierto que necesitaba saber algo.

–Okey… está bien, Mati, está bien… sólo déjame ir por unas cosas y te ayudo…

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