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DE UN MUNDO RARO / Por Miguel Ángel Isidro

A pesar de no contar con la precisión de las llamadas ciencias exactas, tanto la historia como la política tienen la virtud de generar conocimiento a partir de uno de sus elementos más valiosos: el registro de los hechos.

En estos momentos, México se encuentra nuevamente polarizado por el tema de la revocación de mandato del presidente Andrés Manuel López Obrador.

Básicamente tres corrientes de opinión mantienen el debate: quienes consideran que se trata de un ejercicio de necesaria realización para sentar un precedente histórico y activar los mecanismos de la participación ciudadana; una segunda instancia considera que, se trata de un ejercicio de afanes propagandísticos del jefe del Ejecutivo Federal, y que representará un desperdicio millonario de recursos públicos en tiempos en que el país enfrenta otras necesidades más urgentes, y una tercera, si bien menos estridente, es la de aquellos ciudadanos que consideran que es importante utilizar dicha figura legal, pero más bien en los casos de algunos gobiernos estatales que han destacado por su evidente ineptitud, corrupción o por su responsabilidad en casos de flagrante violación al marco legal.

Todo este tiroteo retórico me hizo recordar un episodio vivido en el estado de Morelos hace casi un cuarto de siglo.

El 19 de mayo de 1988, los morelenses recibieron el impacto de una noticia sorprendente: Jorge Carrillo Olea, el otrora poderoso experto en seguridad nacional temido y respetado por la clase política, había presentado solicitud para separarse del cargo de gobernador constitucional del estado de Morelos, que había ganado de manera aplastante apenas cuatro años atrás.

Durante la primera mitad del frustrado mandato del militar oriundo de Jojutla, Morelos se vio convulsionado por una severa crisis en materia de seguridad, que tuvo su más aguda expresión en un incremento notable en el índice de secuestros.

Sin embargo, conforme dicha problemática se acrecentaba, el gobernador Carrillo fue cavando su propia tumba política. Menospreciando el hecho de haber llegado al cargo con una copiosa votación y con el respaldo de distintos cuadros políticos que promovieron su imagen durante varios años como un sólido prospecto para la gubernatura -lo cual marcó una profunda división entre la clase política priista morelense-, el general prefirió encerrarse en su burbuja de poder. Convocó a su gabinete a amigos cercanos, a quienes otorgó absoluta confianza, pese a que eran completos desconocidos en Morelos; hizo gala de intolerancia y las presiones a líderes opositores y medios críticos se hicieron evidentes. 

Fue tal su desprecio a la crítica que incluso impulsó la llegada de “vacas sagradas” de los medios y la cultura para incrustarlos en distintos espacios mediáticos y de la vida social, convencido de que al estado le hacía falta “brillo”.

Cuando la crisis de los secuestros comenzó a ser inocultable, algunos empresarios y líderes sociales buscaron dialogar con el gobernador en busca de apoyo, siendo tratados con soberbia y desprecio absoluto. Cuando comenzaron a darse señalamientos de que algunos colaboradores del área de seguridad pública podrían estar implicados en la privación ilegal de la libertad de miembros de prominentes familias de distintos puntos del estado, el gobernador Carrillo Olea se atrevió a decir que metía las manos al fuego por el entonces procurador Carlos Peredo Merlo y por el jefe de la entonces Policía Judicial del Estado, Jesús Miyazawa Álvarez, a quien incluso calificó como “el mejor policía de México”.

La suerte del gobernador Carrillo y su séquito se vio truncada una mañana de miércoles. El 28 de enero de 1998, elementos de la Policía Federal de Caminos adscritos a la región de Iguala, Guerrero, aseguraron a cuatro sujetos en las inmediaciones de un poblado rural conocido como El Platanillo, donde aparentemente pretendían arrojar un cadáver que traían oculto en la parte trasera de los asientos de una camioneta pick up. El escándalo se desató cuando se reveló que se trataba de Armando Martínez Salgado, Jefe del Grupo Antisecuestros de la Policía Judicial de Morelos y tres de sus subalternos, y que el cadáver fue identificado como el de Jorge Nava Avilés, alias “El Moles”, presunto integrante de una banda de secuestradores.

El asunto corrió como reguero de pólvora y sumergió a Morelos en una profunda crisis política y social, con movilizaciones multitudinarias exigiendo el esclarecimiento de los hechos y la renuncia del gobernador, quien finalmente fue sometido a juicio político -del cual finalmente fue exonerado-, pero el daño ya estaba hecho; la credibilidad de su mandato ya había sido vulnerada en lo más profundo.

En distintos textos, entrevistas y en un par de libros publicados años más tarde, Jorge Carrillo Olea se dijo víctima de un complot orquestado desde las más altas esferas del gobierno federal, debido a “no ser de las simpatías” del entonces Presidente Ernesto Zedillo Ponce de León. Quien a través de funcionarios de las secretarías de Gobernación, Desarrollo Social y con recursos procedentes de esa caja chica del gobierno federal que es la Lotería Nacional (cuyo titular en ese tiempo era Jesús Rodríguez y Rodríguez), habría financiado a distintos grupos opositores y organizaciones no gubernamentales -entre ellas una denominada “Casa Ciudadana”, dirigida por el tabasqueño Graco Ramírez Garrido- para crear un clima de desestabilización y generar una campaña mediática en contra de su gobierno. Finalmente, a pesar de que fue el propio gobernador el que presentó su renuncia al cargo “para evitar que se siguiera haciendo más daño al estado” (Carrillo dixit), en el ánimo de la opinión pública quedó la idea de que “el pueblo” había derrocado a un mal gobernador.

Lo delicado vino después. Ante la falta de un marco jurídico específico, el resto del ejercicio sexenal fue completado en dos períodos: el de un gobernador sustituto Jorge Morales Barud (de mayo de 1998 a mayo del 2000), para cubrir el periodo para el cual había sido originalmente el gobernador renunciante; y posteriormente, un gobernador de transición, Jorge Arturo García Rubí, quien cubrió el encargo cuatro meses y medio con el objetivo de dar cumplimiento a una reforma constitucional que empató la celebración de las elecciones locales en Morelos con  las elecciones federales a partir de ese mismo año.

En las mesas de café de los morelenses todavía se conoce ese aciago periodo como “El sexenio de los Tres Jorges: Jorge El Malo, Jorge El Bueno y Jorge El Breve”.

Reseñamos todo este laberinto  de conflictos y decisiones no en el ánimo de desalentar figuras de democracia participativa como lo son el plebiscito, la consulta popular y la revocación de mandato, sino también para exponer la importancia de crear un andamiaje institucional que impida que dichos instrumentos sean utilizados como instrumentos de revancha entre grupos políticos. Morelos es claro ejemplo de cómo la falta de solidez institucional derivó en una pulverización del poder político que a nadie beneficia. El ejecutivo del estado, el congreso local, el Poder Judicial y las alcaldías se han convertido en pequeños cotos de poder en los que políticos oportunistas protegen sus propios intereses y acumulan recursos y prebendas que buscan proteger a toda costa, en detrimento del interés colectivo.

Es evidente que si un gobernante no cumple con los compromisos enarbolados durante la campaña para llegar al cargo debiera ser retirado del mismo, o bien recibir el beneficio de la duda sus gobernados determinan su permanencia, pero en éste caso, debe establecerse con claridad los tiempos y formas para rectificar el camino, porque decisiones tan delicadas deben ser un asunto de leyes e instituciones, no meros concursos de popularidad o experimentos “para la anécdota”.

En estos momentos existen varios gobernadores que enfrentan severos señalamientos de diversa índole, tan delicados unos como los otros: el propio gobernador de Morelos Cuauhtémoc Blanco, Omar Fayad en Hidalgo, Miguel Barbosa en Puebla, Samuel García en Nuevo León o Enrique Alfaro en Jalisco, sólo por mencionar algunos casos en los que no sería descartable la celebración de ejercicios de consulta para determinar si debieran seguir en el cargo, pero no hay que pasar por alto que en la experiencia reciente, la destitución de gobernadores siempre ha llevado consigo únicamente al reacomodo de los grupos de poder a nivel local, sin que los problemas que han llevado a la caída de los mandatarios se hayan visto formalmente resueltos en el mediano o largo plazo.

Revocar o ratificar es lo de menos. Lo complicado viene después. Como sentencia la clásica fábula de Samaniego: ¿quién le pone el cascabel al gato?

Twitter: @miguelisidro

SOUNDTRACK PARA LA LECTURA:

Bazooko  (México) / “Preguntikas”

Charro Negro (México) / “No somos cien (La Lucha Sigue)

Calle 13 (Puerto Rico) / “Gato que avanza, perro que ladra”

Wamazo (México) / “El Guayabito”

Por miguelaisidro

Periodista independiente radicado en EEUU. Más de 25 años de trayectoria en medios escritos, electrónicos; actividades académicas y servicio público. Busco transformar la Era de la Información en la Era de los Ciudadanos; toda ayuda para éste propósito siempre será bienvenida....

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