
… ¿Hay alguien más que quiera aparecer?, y subió corriendo las escaleras, gritando. Imaginaba Santiago, que al entrar, ahí estarían.
Suspiró, tenía miedo por el juego de imaginación que se llevaba a cabo en su mente.
–Abre la puerta –insistió aquél hombre–, estarás bien.
–Tú no podrás protegerme.
–Pero Umberto sí.
Santiago, al tener en mente a su amigo, giró el picaporte de la puerta que estaba abierta, como dijeron los padres de familia, y vio al interior. Estaba iluminado aún por la luz de afuera. Probó el apagador, pero no se encendieron las luces.
–Claro, es obvio –se dijo a sí mismo por la pésima ironía de la coincidencia. Adentro lucía más oscuro que afuera, como si las ventanas no dejaran entrar la luz. A su derecha había un baño, a su izquierda una sala, al lado de la sala, del lado derecho, el comedor donde seguramente la niña habría visto a la gente de la foto, seguía la cocina; entre la cocina y el baño, un pasillo y una escalera que llevaba hacia arriba–. Todas estas casas son iguales –se dijo como para quitar de su pensamiento el temblar, el miedo de entrar. De nuevo sus pies no se movían.
–Necesitas subir las escaleras, yo te iré guiando.
La voz lo reconfortó un poco mientras en su otro oído ahora escuchaba a Dimmu Borgir. Caminó hacia las escaleras un poco dichoso de que no se quitara el audífono, así si algo crujía, se movía o caía, él no lo escucharía; sin embargo, su habilidad estaría a tope, por lo que si otro sonido llegara, lo escucharía claramente como si el demonio estuviera respirándole junto a la oreja. Los muebles eran de madera en todos lados, la televisión estaba apagada, había un radio en la sala también, una mesa de centro, un par de juguetes que las niñas dejaron; en el comedor había una vitrina de madera y cristal, 7 sillas alrededor de la mesa; la cocina era integral y pequeña, de esas donde incluso dos personas tendrían problemas para moverse.
Santiago se puso frente a las escaleras y volteó a la derecha. La puerta del baño estaba entreabierta y se imaginaba que alguien se asomaría en cualquier momento. ¿Qué sería peor? Una sonrisa en el rostro, o un gesto de odio asesino; un niño, una niña, un adulto, una criatura antropomorfa, un animal; algo alto, algo pequeño como un duende o un enano; algo que caminara rápidamente o bamboleante. No supo, el caso es que nada se asomó por la puerta, esta ni siquiera se movió. Santi soltó el aire, agachó la cabeza, sintió el sudor caer por su frente.
–Cálmate, cálmate, Santiago…
Volteó hacia arriba imaginando que alguien se asomaría… pero no, nada tampoco. La casa estaba deshabitada totalmente. Comenzó a subir cada uno de los escalones. El movimiento de subir el pie para apoyarlo en el siguiente escalón le parecía eterno, como si en lugar de escaleras, fueran montañas, enormes cordilleras y él estirara y estirara su pierna para llegar a la cima una y otra vez. Sentía que todo iba muy lento. Miraba hacia arriba y hacia abajo, trataba de recorrer todo con la mirada antes de llegar él, trataba de ver aquello que lo atosigaba, eso que le causaría miedo, que lo asustaría de repente… pero no había nada. La casa era una casa normal sin nada extravagante. Quizá era eso lo que más miedo le daba: que no había nada. O es un demonio muy inteligente, o es muy estúpido, pensó. Cuando llegó hasta arriba por fin, escuchó:
–Ve a la habitación de la niña, la que está al lado de la que está frente a ti, a tu derecha.
La habitación que tenía directamente en frente estaba cerrada, la que seguía, no, tenía la puerta totalmente abierta. Caminó sintiéndose un bloque de hielo como esos de las caricaturas. A pesar de que daba pasos normales a velocidad normal, sentía que, en realidad, iba muy lento y que le costaba mucho, sentía que todo iba como en cámara lenta. Al llegar a la puerta de la habitación, sintió el sudor ya frío en el pecho, que le goteaba desde la frente; así como en la espalda, que goteaba desde la nuca. Había una cama pequeña, una mesita rosa y muchos juguetes y muñecas. Creyó que los muñecos iban a voltear a verlo, pero no sucedió, se quedaron estáticos como se supone que debería ser, y eso es lo que más le molestaba. No se había caído nada, ni una puerta se había movido, nada le había hecho saltar.
–A tu izquierda está el clóset. Ábrelo.
Seguramente dentro sí habría algo, acechando entre la ropa, una mirada, unos ojos encantados, pero no encantadores, de seguro vería unos pies como si un niño travieso tratara de esconderse entre la ropa pero que no pensó en cubrir sus piecitos también; o quizá vería algo agazapado y tratando de ocupar el menor de los espacios, pero que si lo molestaba o invadía un poco más de su privacidad; se le lanzaría al ataque en dientes afilados y enfurecido. O, tal vez, empezaría a escuchar un llanto. Cuando abriera el clóset, la puerta de la habitación se cerrará con fuerza. En la parte superior habría agazapada una cosa ahí viéndolo con enormes ojos negros y bien abiertos que lo… Nada. Después de que abrió las compuertas, no vio nada, no había nada, era un clóset normal con ropa de niña pequeña solamente. Santiago sacó el aire que tenía en los pulmones.
–Abajo, a tu izquierda, hay una madera con un agujero. Mete el dedo ahí y jálala hacia arriba.
En contra de su mente que le gritaba que se fuera de ahí porque está muy oscuro, era como si fuera media noche ya y solamente su visión nocturna le ayudara en algo; se agachó y vio, en efecto, entre la oscuridad, la madera. Metió el dedo y la jaló hacia arriba. Había una pequeña caja de madera que estaba vieja, llena de telarañas y con mucho polvo. La tomó. Estaba húmeda y sentía que se rompería en cualquier momento.
Había algo ahí.
Lo sabía, no lo había escuchado, no lo había visto, ni siquiera lo había sentido. Había alguien o algo atrás de él. No volteó, no quería voltear, pero ahí estaba… se estaba acercando. Un escalofrío recorrió su nuca y corrió hacia abajo, a su espalda, tenía esa sensación de vértigo de que sabía que algo lo iba a tomar en cualquier momento, que no lo hacía aún pero que estaba a punto, en cualquier momento ese algo o ese alguien lo iba a agarrar. Santiago, muy en contra de lo que sentía cuando entró, salió corriendo rápidamente, como relámpago. Había algo atrás y lo estaba siguiendo. No lo escuchaba pero ahí estaba. No volteaba para asegurarse, pero sabía que lo perseguía, estaba a punto de alcanzarlo. Santiago sentía que sus pies eran de pluma, volaba por las escaleras y casi tropezó, pero no. Llegó abajo y vio la puerta abierta. Si no salía, lo iba a alcanzar, podía sentirlo a mitad de las escaleras. Corría también muy rápido para alcanzarlo. Santiago se echó a correr a la puerta con la garganta agarrotada, con los ojos llorosos, con el miedo a punto de explotar en él pero que no salía en forma de grito, sino de un gemido, en forma de un gemido alargado, un llanto ahogado por el tremendo miedo. Lo iba a alcanzar, estaba a punto de tomarlo, en cualquier momento lo iba a agarrar, lo iba a atacar, lo iba a hacer suyo.
Santiago salió de la casa jadeando como si hubiera corrido un maratón. Vio el cielo y notó que aún no se podían ver las estrellas porque aún había sol, ve que éste estaba a mitad del horizonte. Así se proyectaba la luz. Cuando hubo estado dentro de la casa, parecía media noche. Volteó y ahora la casa no lucía tan tremenda, no lucía tenebrosa, muy al contrario; parecía como una casa normal, y en ese momento vio que el patio tenía colores bellos pero normales, y todo había regresado a ser como debería serlo. Volteó a la cajita y la abrió aún jadeando y sudando. En el interior había dos fotos: la primera era una foto de la pareja, los dos padres, hacía muchos años, recién casados seguramente, jóvenes, abrazándose y sonriendo para la foto. La segunda era la escena del comedor: diez personas con hábitos santos posando para la foto. Atrás de todos, borroso como si fuera un error de impresión, una silueta oscura con una mano sobre los hombros de uno de los hombres santos. En la caja también había dos figuras de madera, ambas con un clavo en los ojos; además de una cabeza, ya huesos, de un gallo, y plumas negras había también. Santiago sintió otro escalofrío y vio de nuevo a la casa. La santiguó. Luego puso las cosas en el suelo y les prendió fuego, rezó un Ave María y un Padre Nuestro. Sabía que no había nada, que nada lo perseguía; solamente era la sensación. Ahora que había destruido esto, sabía que no era cierto, solamente su imaginación le jugó una broma.
Informó a Umberto que era un embrujo, uno serio, y que ya estaba roto, que podrían regresar y nada pasaría. Umberto le dijo que no se preocupara, que los acompañaría y que él podía regresar con su familia. Le dio las gracias no sin antes decirle que lo quería mucho. Tenía esa costumbre, Santiago, de decirle a su mejor amigo que lo quería, siempre que podía. Le gustaba hacerlo.
Sorpresa se llevaría al llegar a casa. Matías lo abrazó, y curioso le dijo:
–¿Qué te hiciste en el cuello, amor?
Apenas en ese momento, sintió Santiago algo fresco en la playera. Fue al baño y en el espejo vio una pequeña mancha de sangre que nacía de su cuello y llenó del rojo tono su playera. Y ahí, en su cuello, en la parte posterior derecha, casi pegado al músculo trapecio; una mordida, como de dientes y colmillos, una mordida de tamaño humana, pero como si todos los dientes fueran colmillos.
Santiago sintió un escalofrío recorrerlo de pies a cabeza.
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