Foto Alex Ivashenko en Unsplash

OUROBOROS / POR: AGLAIA BERLUTTI

Algunas de las grandes obras de la literatura se escribieron en soledad. O al menos, en un aislamiento considerable que permitió al autor encontrarse en medio de una percepción por completa nueva sobre su obra. En cualquier caso se utiliza la soledad —el silencio, los espacios sin forma y sin sentido a su alrededor— como una forma elocuente de crear una peculiar percepción acerca de la naturaleza humana. 

De hecho, las obras que celebran, analizan, profundizan y temen al aislamiento, desarraigo y al miedo en todas sus variables, enlazan nuevos lugares narrativos entre sí. Y es esa experimentación —la concepción de personajes e historias para y por la soledad— lo que hace que varias de las grandes obras universales, tengan una inmediata relación con la búsqueda de la identidad, sin el reflejo de otras miradas, reflejos y concepciones sobre el autor y su obra como elemento insular.

No es una idea novedosa. Ya en 1769, cuando el entusiasta J.F Ducis, representó por primera vez la obra de Hamlet de William Shakespeare al público, hizo énfasis en lo que llamó “la depravación de la soledad”. En la pequeña representación Ofelia fue el centro de un sufrimiento desesperado que sostuvo el resto de la pieza como una mirada hacia la oscuridad. Una de las crónicas de la época llegó a contar el terror del público en una escena concreta. La heroína trágica gime por un tipo de dolor tan violento que le hace temblar de pies a cabeza. “Estoy sola” dice con la voz rota, “la soledad es una condena y también una puerta cerrada e inaccesible”. 

En la mayoría de las traducciones, Ofelia sufre pero por amor, no por su aislamiento y desarraigo, un elemento que brinda una dimensión por completo nueva al personaje. No obstante, en sus primeras versiones “el silencio de un mundo aquejado de la distancia” terminaba por golpear el espíritu del personaje. De heroína enloquecida por el amor, los tormentos de su espíritu inquieto y al final el miedo, el hecho de la soledad —ese desarraigo insular y violento— brinda al personaje un contexto por completo nuevo que analiza no sólo su mundo interior, sino también, las líneas que se entrecruzan para sostener su identidad rota.

Mucho antes, la Isolda de Guerau de Cabrera, también gemía entre sollozos por un sufrimiento semejante “El mundo es una interminable sucesión de soledad”. A su vez, hay docenas de personajes anónimos en el romancero medieval, que lidian los rigores de “mares de hielo y silencio”. En una balada inglesa del siglo XVII, la llamada “damisela en apuros” ruega a su captor que la ame “puesto que la soledad es un monstruo de fauces abiertas, que aguarda por mí a la deriva”. 

Una y otra vez, los antecedentes sobre la heroína trágica literaria se debaten en la línea de un aislamiento emocional que termina por convertirse en una metáfora acerca de la identidad de la mujer en la psiquis colectiva. Una forma de angustia existencial que además, simboliza un doloroso recorrido hacia la identidad de la mujer como parte de cualquier obra artística. En la literatura, los personajes femeninos suelen sufrir un destino desgraciado por el mero hecho de encontrarse aislados, heridos o en medio de situaciones violentas que les convierten en víctimas propiciatorias o simbólicas.

Claro está, a la mujer solitaria —que es el antecedente inmediato a la figura femenina independiente de la primera mitad del siglo XVIII— no le ha ido bien en la historia de la literatura, sobre todo, porque ha tenido que enfrentarse a la percepción que su libertad de pensamiento es una forma de maldición. De hecho, de nuevo la Ofelia de Shakespeare (con toda su profunda carga metafórica sobre la pérdida de la razón y las líneas que le unen al miedo) es el primer personaje al que al autor relaciona con la palabra “soledad”. 

Ofelia está sola no sólo por el hecho de su locura —que podría ser interpretativa— sino también, aislada en medio de un mar de tormentos que la sostienen en mitad de una dolorosa búsqueda de significado. El desarraigo de Ofelia es también una condena que se sostiene sobre la imposibilidad del amor y termina por aplastarle en mitad de una sucesión de desgracias invisibles. La soledad de pronto, es su única puerta abierta, la posibilidad de escape. Ofelia está sola porque nadie puede comprenderla, porque los hilos que le unen a su vida y a la de Hamlet son tan frágiles como apenas sostener su cordura.

Para la investigadora Amelia Worsley, experta en la interpretación de los personajes de la época isabelina, el fenómeno es claro, sobre todo en el hecho que Ofelia es la contraparte /reverso oscuro de Hamlet, quien es el foco de interés, atención y de la acción en la obra. La soledad de Ofelia, está directamente relacionada con su capacidad para argumentar, con la potencia de sus sentimientos pero sobre todo, con el hecho que no parece encajar en ninguna parte y sostenerse bajo ningún medio. 

Ofelia flota en medio de las intrigas palaciegas, la violenta posibilidad del miedo y también, de Hamlet alrededor de quien gravita en medio de la desesperanza. “Hamlet habla en voz alta, convoca audiencias, discute y sostiene su existencia en la visibilidad” comentó la autora en un análisis reciente, pero en su lugar Ofelia se encuentra “al margen, en el claustro de su poder mental y emocional”. Sin duda, resulta desconcertante la manera en que Ophelia encarna toda la sucesión de mujeres literarias que han debido sostener de una manera u otra la carga de su personalidad.

No sólo se trata de la connotación de la soledad de Ofelia —contra la cual intenta luchar incluso en sus momentos más desesperados— sino por la percepción de la forma en la trama asume que se trata de una cualidad solitaria en contraste directo con Hamlet, que batalla contra el sufrimiento pero a viva voz y de manera muy física. 

Uno y otro son espejos de la concepción de la mujer y el hombre literario, incluso en medio de una connotación dolorosa sobre la búsqueda de la identidad perdida en la oscuridad de la razón. Existe Ofelia en la medida que puede encarnar las sombras del miedo. Existe Ofelia en la posibilidad de ser y construirse como una mujer capaz de experimentar un espectro amplio y violento de emociones. Mientras Hamlet se refugia en su dignidad y búsqueda de respuestas a las grandes preguntas que le agobian, su reverso oscuro se sostiene en el silencio.

En medio del silencio y la búsqueda de los secretos

El Marqués de Sade escribió buena parte de su obra encerrado y además, aislado. La escribió como una forma de provocación, pero también como una crítica lúcida —envuelta en el escándalo— acerca de la época que le tocó vivir. A diferencia de obras como Fanny Hill de John Cleland (1750) donde aún hay evidencias de esa necesidad de respetar lo socialmente aceptable como límite para la disgregación moral, Sade va más allá: redescubre la sociedad moralista desde la óptica del que sufre sus rigores, del que teme y le preocupa su visión incidental con respecto a lo cultural. 

Y más allá, Sade simplemente ataca la moral y las leyes que censura, que reprimen y limitan. Lo hace comprobando sus grietas, lo desigual de esa percepción de la justicia, el orden, la estructura misma de la sociedad. A través de la oposición frontal a ese aparato de lo que la cultura considera indispensable. Lo explora gracias al sexo, esa visión del hombre carente de todo refinamiento. La carnalidad como expresión del yo, esa extravagante visión del sexo como filosofía y destrucción de todo valor.

Paul Verlaine también estaba en la cárcel —y en pleno descalabro emocional— cuando escribió lo que se le considera lo mejor de su obra. Oscar Wilde también estaba en prisión cuando escribió el maravilloso libro De Profundis una larga epístola de más de 50.000 palabras en la que el autor no sólo reflexiona con desgarradora dureza sobre su cautiverio sino también, la traición que había sufrido por parte de Lord Alfred Douglas, su amante. 

Más allá de su esencia epistolar, De profundis posee un atractivo particular, y es el de haber sido compuesto en un momento de gran tensión y angustia, con el escritor sumergido profundamente en los abismos de la soledad. Oscar Wilde fue encarcelado por alterar el orden público; pero lo cierto es que fue su conducta homosexual -al menos con Douglas– la que alteró al público.El padre de Douglas fue quien impulsó el juicio ridículo y desproporcionado que terminó en la reclusión solitaria de Wilde por casi dos años completos. 

Un día en la vida de Iván Denisovich, de Aleksandr Solzhenitsyn también fue una obra escrita en pleno confinamiento, en medio del terror, lo angustioso y algo semejante a una desconexión total con esa cualidad delicada y frágil que nos une como especie.

¿La soledad alienta la creatividad? No hay pruebas al respecto pero tal pareciera que hay una necesaria combinación entre el miedo a lo que habita más allá de los límites mentales y la satisfacción del cautiverio autoimpuesto que sostiene la capacidad artística como ninguna otra cosa. 

Virginia Woolf decía que era solitaria, aunque debido a la necesidad social de ser “accesible”, forzaba su naturaleza esquiva hacia la amabilidad. “Puedo sonreír” cuenta Winifred Holtby en su biografía sobre la autora. “De hecho, lo hago, con los labios relajados. Me obligo a extender la mano, dar apretones afables. Soy un modelo social”. Por supuesto, se trataba de una broma con ciertos ribetes de crueldad. Woolf no sólo no sentía predilección por la compañía ajena sino que en más de una ocasión, dejó claro que la soledad era una forma de solaz en la que podía escuchar “las tormentas” de su mente. “Es tan apetecible como sensual” escribió en una de sus infinitas notas personales “nadie lo entiende y eso lo mejor”.

Algo semejante solía comentar décadas antes Mary Shelley, quien apenas salía de su casa con tan poca frecuencia, que su marido hizo venir a un médico para analizar su cuadro de salud. “Cuido a los niños” mintió, porque en realidad escribía y reescribía la que sería su obra más conocida, casi a escondidas del marido bebedor y mujeriego, de la familia que temía por su salud mental luego de la pérdida de un hijo y que intentaba ocuparse de la “huraña, pálida y extraña” Mary. Pero escribía, a solas, a escondidas, devorada por la sensación de que el mundo estaba a punto de terminar —o al menos, como lo conocía— por lo que era necesario escribir sobre monstruos elocuentes, científicos aterrorizados de su poder, la extraña sensación que había algo que unía y vinculaba al aislamiento con la necesidad de escribir. 

En otras circunstancias, habría resultado imposible de comprender semejante vínculo, pero en la soledad de la casa vacía, embarazada por segunda vez cuando todavía el bebé muerto no había alcanzado los seis meses de fallecido, Mary necesitaba crear más allá de su cuerpo, de su cualidad femenina, de la imposición de la maternidad.

Emily Dickinson fue una autora obsesionada con el hecho real y físico de escribir. Sus poemas comenzaron como una colección de miniaturas apenas bosquejadas en papel y después, en criptogramas que elaboraba a través de manchas de tinta en papelería casera, que usualmente, fabricaba con sus propias manos. 

Lo hacía además, a través de un largo proceso artesanal que incluía remojar la pupa en esencia florales y después, dejar para secar bajo el alféizar de su estudio. Para la poeta, escribir era un oficio que comenzaba incluso antes de la primera palabra y lo era, en esencia, por la posibilidad que ofrecía la noción de crear el hecho de la escritura como una experiencia sensorial.

Dickinson era una hábil artesana: desde muy niña había confeccionado con sus propias manos un detallado herbario que incluía descripciones, dibujos e incluso reproducciones en bordado de una ingente colección de flores, hojas y todo tipo de frutos y flora. Se trataba de un proyecto personal, sin ninguna pretensión científica pero que era, de un modo u otro, un reflejo exacto de la personalidad meticulosa, obsesiva y hábil de la poeta. 

Sus primeros poemas nacieron entre esa extraña combinación de papel y de conocimientos científicos precisos, en una mezcla desconcertante que sostuvo su extraña cualidad invisible. “Escribo desde las sombras” escribió en una ocasión “Puede que mis palabras terminen escondidas entre tallos y hojas, lo cual me produce placer. Ninguna lectura debería ser sencilla, mucho menos evidente”

Lo mismo podría decirse siglos antes de Shakespeare, que utilizó la soledad para escribir hasta caer exhausto y de Miguel de Cervantes que lo hizo a diario, hasta que “el dolor paralizó su cuerpo y supo que su obra estaba por terminar, al igual quizás que su vida”. 

Para una buena parte de los escritores de la historia, la soledad —impuesta o libre— fue una forma no sólo de escribir y alcanzar un nivel creativo espoleado por el dolor y la angustia, el miedo e incluso el alivio de saberse por completo libres para dedicar toda su atención al acto creativo, sino también, remontar la extraña cuesta del aislamiento convertido en una lucha contra la supuesta naturaleza social de la naturaleza humana. Una supuesta necesidad de buscar la compañía mutua, de tratar de enlazar el silencio interior con el exterior, crear algo más prolífico, poderoso y quizás inquietante, en medio del desarraigo. 

“¿Es posible crear sin mirar el rostro de quien se ama?” escribió Rainer Maria Rilke, de naturaleza más intuitiva. La respuesta fueron varios libros escritos en medio de una absoluta, meditada y por supuesto, voluntaria soledad.

León Tolstoi, que antes de ser un extraordinario escritor fue un terrateniente de la Rusia Feudal, dijo que durante su juventud, castigaba con el látigo a los sirvientes que osaban interrumpir su reclusión meditabunda por cualquier razón. Sonia, después escribiría que su marido, ya convertido en Santón y símbolo literario, se desconectaba del mundo para alcanzar “algún otro”. 

Sonia llevaba un diario —muy puntilloso, detallado y triste— sobre su convivencia con el gran genio y varios de sus relatos domésticos incluyen esa persecución de la soledad, el miedo y cierto desarraigo que para el escritor era necesario para crear. Lo hacía también a través de convertirse él mismo en uno de sus personajes. Cuenta Sonia como testigo de excepción, que escuchaba a León gritar, llorar y murmurar detrás de las puertas cerradas. “Más allá había un mundo al que no tenía cabida”.

Los silencios mortales

Sylvia Plath escribió un ininterrumpido y detallado diario desde la adolescencia hasta casi los treinta años, unos pocos meses antes de su muerte. En más de una ocasión, admitió que el diario era el sustituto a la palabra, a todo lo que deseaba decir y no podía, en medio de los tremedales de la angustia, los terrores y los dolores que atravesaban su vida y que ella ocultaba detrás de una fachada pulida muy parecida a los que describe en su poema espejo. 

El diario, era por tanto, una apasionada y furiosa narración de su propia vida que abarcó desde sus dolores emocionales hasta sus esperanzas hacia el futuro. Pero sobre todo, Plath desmenuzó la realidad a través de la palabra, en una obsesiva búsqueda de significado que le llevó años completar. Quizás por ese motivo, el diario abarca buena parte de lo que llamó “su vida a través de la página” y casi nada de la antesala al silencio de la muerte. Para la poeta, la escritura era una forma de sobrevivir, de enfrentarse a la oscuridad y huir de esa nada corrosiva que le persiguió desde muy joven y de la que al final, no pudo escapar.

Por eso, se refugió en sus cuadernos y poemas, incluso antes de soñar con la escritura como forma de vida. La intensidad de su vida y de la poesía de Plath asombra por su capacidad para transmutar el sufrimiento y la pesadumbre que le atormentaron desde muy niña. Hermosa, creativa y talentosa, Plath es un mito literario pero también, un símbolo de un tipo de dolor añejo e íntimo convertido en una comprensión profunda sobre el poder sanador —catártico— del arte. 

Plath nunca dejó de cuestionarse a través de su mirada creativa. No lo hizo incluso en sus momentos más bajos y feroces. Se enfrentó a todos desde la cercanía del poema del redime pero también, una feroz consciencia sobre el valor de la sensibilidad como expresión de la identidad. La poeta encontró en las palabras un hogar, un refugio, un lugar al cual huir en los peores momentos. Y el resultado es una extraordinaria elegía sobre su vida pero sobre todo, sobre su brillante perspectiva sobre el lenguaje como redención.

Fue la poesía y no otra cosa, la que brindó consuelo a Plath, aquejada de una profunda depresión durante décadas y tuvo que lidiar con heridas emocionales que nunca llegaron a sanar del todo. Plath luchó contra la oscuridad y el horror en su mente desde la adolescencia pero también, con una radiante ambición que le permitió construir un universo literario de enorme valor conceptual. 

Para la poeta —empecinada en continuar creando a pesar de los bajísimos momentos emocionales que padecía, un matrimonio infeliz y sus peores demonios privados— escribir se convirtió en una puerta abierta hacia una noción de sí misma tan poderosa como inevitable. De la misma manera que en sus diarios, Plath habló en sus poemas acerca de su empecinada necesidad de vencer el miedo, de continuar a pesar de él, de transgredir la sutil línea de angustia que cercenaba su individualidad y le produjo cicatrices emocionales incurables. 

Como poeta, Plath tuvo la capacidad de asimilar las grietas y abismos de su mente en una elegía personal de extraordinario valor literario. Como mujer, la poeta comprendió el inestimable valor del registro personal, de la mirada fecunda pero sobre todo, la perspectiva del dolor como una forma de arte. Una expiación tardía e incompleta que Plath no llegó a comprender en toda su plenitud pero que saboreó durante los momentos más importantes de su vida.

Por Aglaia Berlutti

Bruja y hereje. A veces grosera y quizá demente. Fotógrafa por pasión, amante de las palabras por convicción. Firme creyente en el poder del pensamiento libre.

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