
Releer un libro (o a un autor) no sólo sirve para cerciorarse de cómo evoluciona uno como lector, sino que permite también descubrir cosas nuevas, así como redescubrir aquello que ya se había visto. Claro que, dada la ingente cantidad de libros y oferta que existe, hay que ser selectivo en lo que uno decide volver a explorar. Uno, y en mi caso muy particular, que al ser releído es como leerlo por primera vez es, sin duda alguna, el hombre que lo sabía todo, Umberto Eco.
Aquel intelectual fallecido en 2016 nos dejó, quizá, de los mejores títulos de todos los tiempos. A pesar de que fue “poca” (dado que se tardaba años en acabar un libro) la cantidad de novelas que nos dejó, su obra literaria puede competir con los más grandes. No tiene nada que pedirles a los clásicos. El Maestro, aparte de ser un incansable conocedor de la vida, las ciencias y el arte, cosa que dejó plasmada en sus textos académicos; tenía una imaginación privilegiada. Decir que su obra literaria es de esas que todos deberíamos explorar “de cajón”, es poco.
Sin menoscabar otros títulos como “El cementerio de Praga” o “La isla del día de antes” (a parte de sus demás obras); “El péndulo de Foucault”, junto con “El nombre de la rosa” son, probablemente, sus obras cumbre, literariamente hablando.
Un punto, que es quizá el que lleva a que “El péndulo de Foucault” sea un libro espectacular, en sí, es que no es literatura de conspiraciones. Umberto Eco se vuelve anticonspiracionista, antiliterario y crea antiliteratura de conspiración como nadie más podría hacerlo. Así como el antihéroe no es lo opuesto al héroe, sino su forma satírica y humanizada en nuestra realidad; así, la antiliteratura de Eco nos muestra que la sátira, bien escrita, es imperecedera y atemporal.
Hay dos personas a las que admiro sobre las demás, a parte de mis padres, que son lo mejor de lo mejor. Mi responsabilidad como hijo es ver a mi madre y a mi padre como mis máximas aspiraciones e inspiración. Después de ellos, quedan el periodista Arturo Rodríguez García, a quien le sigo agradeciendo el espacio que generosamente me otorga; y alguien con quien él suele grabar un podcast. Olallo Rubio, un comunicador que tiene más de periodista que muchos a los que defienden como contrapeso del poder en México, una vez, en su programa “Qué pasó Olallo”, dijo que es muy arriesgado hacer crítica y sátira social porque la actualidad cambia de un día para otro. Películas como “No miren arriba”, por ejemplo, son útiles en una temporalidad muy específica, pero perdería fuerza en 20 años, por decir algo. Además de que ya la realidad supera a la ficción.
Al tener ídolos, lo primero que debemos hacer como admiradores, es cuestionarnos a través de lo que ellos dicen. Admirar no significa estar de acuerdo en todo lo que alguien diga, porque eso parecería más fanatismo. Yo admiro a Olallo Rubio porque ha hecho todo lo que a mí me hubiera gustado hacer, sin embargo, ese punto sobre la sátira temporal, no me parece acertado.
Hay un punto en el que tiene razón, y es que lo cómico es temporal y espacial, y en muy pocos casos, universal. Sin embargo, ¿cómo es que un libro escrito por ahí de 1988, traducido al español en 1989, siga siendo actual a pesar de ser satírico?
Es una novela antiliteraria, antiesotérica, antiocultista, anticonspiranoica que trata sobre 3 intelectuales: Casaubon, experto en los caballeros templarios; Belbo, trabajador de una editorial, también experto en varias áreas de la vida humana; y Diotavelli, numerólogo sagaz. Los tres, en la editorial de Garamond, quien resulta ser más de lo que aparenta, deciden hacer El Plan. ¿Qué es lo que hizo que los templarios, Hitler, los judíos, los jesuitas, las sectas iniciáticas, las sectas esotéricas, la vida, la gente, los gobiernos; qué es lo que todos, absolutamente todos, buscan? ¿Qué es el Santo Grial? ¿Qué mueve montañas? No es un granito de mostaza, es aquello que inventaron en El Plan. Porque ellos saben muy bien: El Plan es falso, irreal, irrealizable, inventado, mentira, burla…
Eso, al menos hasta que se ven sumergidos hasta el cogote del Plan y de algunos enloquecidos sectarios que creen que es cierto y que han descubierto la conexión entre las pirámides de Egipto, las de las culturas prehispánicas, la torre Eiffel y otras cuestiones históricas.
Para esto, hay tres puntos que se deben cumplir: Todos los conceptos se unen por analogía, así, la serpiente al palo, del palo a la torre, de la torre a la espada, de la espada al miembro sexual masculino, del miembro sexual al cohete de Jeff Bezos. El segundo punto es que si, al final, todo está interrelacionado, está bien. Y, bueno, de serpiente a cohete sexual, claro que está unido. Al final, las analogías no deben ser inéditas: entre más las hayan dicho antes, más reales, más verdaderas son. No importa quién las haya dicho, o cómo: si ya las dijeron antes, entonces ya quedó.
Al final, las conspiraciones son algo de proyección hacia los demás: quieres hacer algo odioso, entonces le atribuyes a los demás esas características odiosas, y al hacerlo, la gente se vuelve odiosa, así que, por obvia consecuencia, en realidad siempre quisieron hacer aquello odioso que tú les atribuiste en primer lugar.
Umberto Eco no está dándonos el libro cumbre de las conspiraciones, en realidad, esos libros son serios, esotéricos y con fines reales. Tienen como objetivo, mostrarnos el verdadero camino del señor… sea quien sea. Eco nos está dando una visión al extremo satírica del asunto: los conspiracionistas de su libro son todos los de la Conjura de los necios de Toole, son aquellos gobernadores de la película en la que no hay que mirar arriba, son los antivacunas, los que creen en los illuminati, los que creen que con una constelación familiar a uno se le va a quitar lo homosexual. Son verdaderos papanatas que no tienen un ápice de sentido común.
“El péndulo de Foucault” es increíblemente hilarante, es un texto en el que uno no puede dejar de proyectarse y reír de todo lo que sucede, sin importar el tiempo. Justo eso lo vuelve canon: incluso después de 30 años, refleja satíricamente la realidad en la que vivimos inmersos. Bueno que, uno de sus personajes, en un ataque ritual cien por ciento serio, menciona a la mismísima deidad Cthulhu de H. P. Lovecraft. Son esos los pequeños detalles que hay que atrapar para poder admirar la sagacidad y la maestría con la que el italiano decidió burlarse de todos y todo.
Cabe decir: una novela considerada como “buena”, de conspiraciones, es la de “El código Da Vinci”, de Dan Brown. Pues resulta que el capítulo 65, en el que hacen un ejercicio tirando hojas al suelo y seleccionando frases al azar, da como resultado la idea principal del libro de Dan Brown. En menos de 6 páginas, Umberto Eco se burla de toda esa novela. Obvio es, “El código Da Vinci” vio la luz por primera vez en 2003. Uno fácilmente podría imaginarse que el autor tomó la idea (una burla, una mentira para pasar un buen rato de desmadre) del libro de Eco, y así llevar a sus lectores a creer que el Grial y el poder de diosito radica en Francia, con todo y su prole… pero eso sería conspiranoico.
Umberto Eco es un verdadero maestro de la literatura y de la vida. Sus libros, increíblemente fundamentados, son la muestra de lo que una inteligencia como pocas es capaz de hacer. Sin embargo, no es un hombre que se duerma en sus laureles: él siempre quiso que el conocimiento estuviera a la mano de todos, nos dio herramientas para el análisis de nuestra realidad, defendió al libro como la leona defiende a su cachorro; y nos dio novelas dignas de quedar para la posteridad. La sagacidad de su crítica, la fortaleza de sus argumentos, la ironía con la que veía la vida; todo está presente en esta novela.
“El péndulo de Foucault” es llevar al extremo la realidad para volverla más patética de lo que es, independientemente de cuándo lo leas. Fino en su narrativa, experto en los temas que tocó, enajenante consecución de ideas, personajes que cumplen su función, nada complaciente; el hombre que lo sabía todo, el Maestro Umberto Eco, se merece todas las ovaciones posibles. Su narrativa es una apoteosis de la literatura.
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