
La construcción de la célebre Cámara Radcliffe de la Universidad de Oxford está rodeada de varios relatos curiosos. Uno de ellos asegura que el edificio circular fue construido para albergar todo tipo de libros siniestros, que narraban historias espectrales o largas crónicas de encuentros con lo sobrenatural.
De hecho, para 1739, unos años después que comenzaran las obras alrededor del futuro edificio, ya se hablaba de que la biblioteca (que en el sentido más estricto conservaría textos científicos), llevaba un cuidadoso registro de historias “sin explicación”. Tantas y de tan extraña índole, que se encomendó a un grupo de monjes gregorianos bendecir el lugar cada seis meses. De ahí, las leyendas de grupos de hombres en hábito, recorriendo de un lado a otro, los primeros esbozos de la obra encabezada por el arquitecto James Gibbs.
Otra versión de 1737 afirmó que la Cámara Radcliffe fue concebida para albergar “secretos que era mejor olvidar”. Una frase que se atribuye al arquitecto barroco Nicholas Hawksmoor. Había rumores sobre mensajeros y carruajes llegados de toda Inglaterra, que traían cajas de madera repletas de pergaminos. Historias de fantasmas, vampiros, criaturas inexplicables que el Rey Jorge II de Inglaterra prefería mantener fuera de los ojos de los grandes sabios de la época.
Todos los libros, hojas sueltas e incluso cuadernos de horas repletos de anotaciones sobre sucesos extraordinarios y grotescos fueron a parar a la cámara más profunda de la construcción. Incluso, sin estar terminada, la Cámara Radcliffe ya desconcertaba a buena parte de los lugareños.
No sólo por su aspecto fuera de lo común (esa construcción tubular que se levantaba poco a poco y a la que se agregaron todo tipo de símbolos inexplicables), sino por la insistencia de la corona de mantener el lugar rodeado de vigilancia perpetua. En 1737, un informe de la policía local rezaba que por “órdenes de la consorte Carolina de Brandeburgo-Ansbach” todos los libros que esperaban un lugar a la cámara “debían pasar por la mano de un pastor”.
De inmediato hubo dudas de que un mensaje semejante proviniera de la reina consorte (ya por entonces muy enferma y a punto de morir) y se especuló que podía provenir de su familia. Ya había rumores de que varios de sus miembros tenían interés por lo oculto y de hecho, que casi veinticinco años antes de la construcción de la Cámara Radcliffe, hubo una extraña reunión de aristócratas en Londres, para decidir qué hacer con un largo legado de relatos siniestros.
Se habló de testimonios, descripciones e incluso grabados que mostraban lo que “lugares temibles podían hacer”, compilados y confeccionados por varios nobles desde sus distintos “villorrios y fincas”. Y, de hecho, el bisabuelo de la reina consorte, Alberto II de Brandeburgo-Ansbach, ya era conocido en 1630 por haber “matado a golpe de espada” a una criatura que “devoraba el ganado”.
Una historia sin fundamento que no parecía reflejar el carácter flemático y débil de un margrave de su categoría. Pero, aun así, la anécdota se volvió popular y se habló que la familia conservaba todo tipo de documentos, escritos por diáconos y escribanos privados, sobre el siniestro suceso.
Pronto el rumor que los Brandeburgo-Ansbach no eran los únicos en guardar extrañas historias, se difundió por Europa. En Inglaterra, un grupo de aristócratas en Londres dedicó tiempo y una cuantiosa inversión a recopilar todo tipo de leyendas y narraciones parecidas. La mayoría, provenían de profesores universitarios, compiladores e incluso, monjes copistas.
En especial en Inglaterra hubo un auge de todo tipo de relatos relacionados con sacrificios, muertes y magia en tierras del rey. Al final, eso fue lo que llevó a varios connotados aristócratas a pedir a la Corona “protección para los súbditos” y “cuidado con el conocimiento” que se acumulaba desde siglos atrás.
Y aunque jamás se pudo comprobar la autoría de la nota llegada directamente desde el palacio y con sello real, sí fue evidente que había un especial interés de Jorge II en mantener la obra bajo una estrecha vigilancia. Ya para el final de su construcción en 1747, había una multitud de rumores alrededor de la construcción del edificio. Algunos eran muy realistas: el edificio sufrió sucesivas modificaciones y terminó por perder parte de su personalidad por órdenes de Gibbs.
El arquitecto tomó los planes originales de Hawksmoor y terminó por crear un edificio barroco (tal y como lo había pedido el benefactor original, John Radcliffe), pero lo despojó de todos los detalles inexplicables con los que Hawksmoor creó para la obra. También había habladurías sobre hogueras de fuego azul que aparecían a mitad de la noche en el campo. Hombres que montaban guardia en espacios “en los que no crecía la hierba”. También, se insistió en apariciones de mujeres fantasmales, perros enormes e incluso, una manada de lobos “que solo podía escucharse”.
Finalmente, cuando la obra fue terminada, la familia Radcliffe envió en secreto —o eso se afirmó— a un sacerdote católico para bendecir la tierra. “El mal mora en los conocimientos de la cámara”, escribió un cronista de la época cercano a Gibbs, impresionado por las historias alrededor del recién construido edificio.
Con el correr de los siglos, las historias sobre la Biblioteca Científica Radcliffe —su primer nombre oficial— se consideraron exagerados. Incluso, “solo parte de una vieja tradición por el temor” de Inglaterra, como escribió la autora Ann Radcliffe, que en varias ocasiones tomó como referencia los rumores y viejas narraciones sobre el edificio para parte de su obra. Pero más allá de cualquier especulación, algo es seguro: la cámara Radcliffe es parte de la concepción de una época que consideraba a las construcciones como parte de fenómenos ocultos y, sobre todo, con el fin de convertirse en algo más siniestro que sólo un edificio para la posteridad.
El fenómeno del interés que levantó la idea de lo sobrenatural asociados a los espacios y lugares parece encontrar en la biblioteca una singular forma de metáfora. De hecho, en un relato del siglo XI sobre fantasmas que conserva todavía hoy se conserva en sitial de honor en una de las salas de lectura de la cámara, hay una línea que parece resumir la historia del edificio. “El fantasma era parte de las viejas paredes del edificio y también, de los secretos que ahí se guardaban”. Una percepción sobre lo misterioso y lo inexplicable, que aún parece vigente en la actualidad.
Las casas de la oscuridad y otros terrores silenciosos

La mayoría de los relatos medievales comenzaban con una detallada descripción del entorno de sus personajes. Desde bosques, castillos, hasta tenebrosos parajes inclasificables, había un interés considerable en convertir el entorno en un escenario que pudiera de una manera u otra, sostener la percepción sobre el bien y el mal, la condición de lo moral y lo espiritual, a través de la historia.
Como si se tratara de un personaje más dentro de la narración, a menudo el entorno que rodeaba a los protagonistas de las historias es una versión sobre las pulsiones y percepciones de la época, acerca del poder de los espacios y lugares como reflejo de una identidad concreta. O, mejor dicho, un recorrido intelectual que enlaza una mirada profunda hacia la naturaleza humana, extrapolada hacia algo más complicado.
Claro está, la narración oral se encontraba en pleno apogeo, una costumbre que logró conservar para la posteridad relatos, historias y leyendas tanto colectivas, como domésticas. La costumbre de compartir historias bajo el calor de la fogata doméstica fue parte esencial de los ritos cotidianos. Y los relatos de cualquier índole y connotación, fueron patrimonio casi exclusivo de esa tradición oral.
En buena parte de Europa el hábito de contar historias pertenecía al antiquísimo hábito de la reunión familiar junto al fogón, quizás luego de la cacería o una opípara cena familiar. La costumbre, además, formaba parte de la permanente idea de lo cotidiano, lo asombroso e incluso sobrenatural como parte de lo cotidiana y lo que ahora puede resultarnos por completo desconcertante, la percepción de la narración en voz alta como una dimensión de la belleza y lo profundamente significativo.
De manera que contar historias no sólo era parte de pueblos y tribus, sino un reflejo de todo tipo de atributos y virtudes. Las historias tenían una importancia específica y también, un profundo significado en la memoria colectiva de buena parte del mundo antiguo.
El dónde contarlas y el cómo, también. El ambiente y el contexto que rodeaba al narrador no sólo eran una forma de brindar importancia, transcendencia y poder a la versión oral de cualquier leyenda, mito o creencia, sino una manera de atribuir cualidades a la narración que no hubieran tenido por si solas. De modo que, en una especie de mezcla entre lo escénico, lo vivencial y lo portentoso, la cualidad de una historia para ser transmitida de boca en boca, dependía tanto de las capacidades de su narrador para brindar sustancia a las escenas y giros argumentales, sino también, del lugar en que lo contaba.
Plazas, tabernas, valles y claros de la espesura, salones de castillos e incluso, las grandes naves de las iglesias se convirtieron en aforos de considerable importancia para un tipo de herencia y memoria colectiva, imposible de sostener de otra manera. Más allá de eso, la concepción sobre las narraciones como parte de algo más amplio (una línea material de conocimiento, una forma de heredar ideas y, por último, un nuevo tipo de arte) se hizo algo patente durante los albores del siglo XVI, cuando la noción sobre la necesidad de contar para enseñar —mejor dicho para mostrar el poder de la palabra como vehículo de aprendizaje— se hizo de indudable valor.
Fue la época en que monjes y sacerdotes memorizaban la Biblia para proclamar la palabra de Dios allí a dónde fueran, como si su mente fuera en realidad, la mejor garantía de proclamar la palabra divina como un hilo conductor de un tipo de antigua sabiduría. Lo mismo comenzó a ocurrir con textos arcanos de ciencia, anatomía, con todo tipo de leyendas y tradiciones locales que, a lo largo y ancho de Europa, debían ser conservadas de los rigores de la Inquisición y también, del miedo supersticioso a la sabiduría científica.
Durante siglos, la forma de contar una historia y a la vez, en lugar en que se hacía, era un binomio de considerable importancia, al momento de reflexionar y analizar la cualidad del conocimiento como recurso humanístico. Los grandes Castillos y majestuosas fortalezas se volvieron parte de la noción sobre la percepción de la oralidad como un recurso imprescindible para la connotación sobre el poder y el conocimiento.
De hecho, la arquitectura románica, que tuvo su momento de mayor esplendor a finales del siglo XV y primeras décadas del siguiente, tiene un enorme contenido simbólico, además de sostener una construcción visual que asume, que lo que muestra es tan importante como la idea que sostiene la estructura. Para el románico, el elemento humano tenía un considerable peso, lo que se traducía, además, en la manera en que los espacios influían en la transmisión del saber cómo símbolo constitutivo de la idealización del aprendizaje como un vínculo directo con lo divino.
No es casual que los claustros, los espacios abovedados de los castillos y fortalezas, las Nao de las Iglesias fueran un reflejo del peso del conocimiento, como un hilo conductor hacia el poder creativo o al menos, la concepción de Dios o lo sobrenatural, que podía manifestarse a través de las narraciones orales que podían escucharse entre sus ornamentadas paredes.
La experta en simbolismo románico María Ángeles Curro, en especial, ha insistido durante años, que el románico fue la primera paso hacia una mirada consciente al hecho de combinar el concepto de espacio con el de sabiduría, algo que engloba una comprensión sobre lo material y lo etéreo de una forma nueva.
“Todo el conjunto románico guarda una concepción unitaria. La temática decorativa […] está insertada en esa unidad constructiva. La escultura está supeditada como la pintura a la construcción arquitectónica, por eso la iglesia románica ya es objeto de interés, porque es ya simbólica” apuntó en su libro “El lenguaje de las imágenes románicas”, en el que aborda del tema desde la capacidad de interpretación del espacio como una fuente de belleza, orden y consciencia de una versión superior del conocimiento humano.
Sin duda, se trata de un nuevo estrato al momento de enlazar la concepción de las historias como herencia cultura y las construcciones arquitectónicas, como un espacio en que esa especialísima visión sobre el saber podía interpretarse a una nueva dimensión. De pronto, el juglar, el bardo, el simple narrador de historias se convirtieron también, en el centro medular de lugares en que la concepción sobre la noción de la estructura, era de considerable interés.
De la misma forma que en los teatros griegos y sus versiones itinerantes que en el siglo II y III de nuestra época recorrían Europa de cabo a rabo, el interés sobre la forma en que los lugares y la concepción de lo narrado creaban un conjunto de ideas de considerable interés, se convirtió en pleno medioevo tardío en una mirada sobre la identidad multitudinaria, un crecimiento progresivo hacia la idea de las estructuras con un objetivo simbólico y metafórico. Las Iglesias y templos no sólo eran lugares de fe, sino conductos directos hacia la oralidad de las historias sagradas de la Biblia, lo mismo que las primeras universidades, en las que la sabiduría transmitida de boca en boca y, por último, convertido en espacio modulado y modelado a través del saber que se transmitía en sus salones y espacios consagrados al conocimiento.
Según el experto en simbolismo J. Cobreros, la mayoría de las construcciones del siglo XVII tenía además del propósito utilitario, uno mucho más abstracto, relacionado con la idea que sostenía su mera existencia. “Las dos orillas representan dos estados diferentes del ser, vinculados por el hilo fino que es el puente… El paso del puente no será otra cosa que el recorrido del eje, medio por el cual se unen los diferentes estados.
Se pasa así del sentido más horizontal como puede ser el puente concebido como línea que une dos orillas, al sentido estrictamente vertical de eje del mundo. Esto explica en el orden constructivo las acusadas pendientes de muchos grandes puentes medievales. Porque todos esos puentes con perfil de lomo de asno no están buscando otra cosa que la verticalidad…”
Para el experto, la noción sobre el peso de lo metafórico en las construcciones —y a su vez, su versión sobre los procesos intelectuales de la masa y el individuo— eran una condición de considerable asombro sobre la forma en que analizamos la concepción sobre edificaciones y arquitecturas en la actualidad.
Con llegada del llamado “arte de los godos” o Gótico, la preeminencia de la idea simbólica sobre la constructiva se hace más acusada, en especial, cuando los espacios se llenan de todo tipo de versiones de la realidad, destinadas a narrar historias desde las paredes, tallas, esculturas y espacios ornamentados. Con un cambio radical en la mentalidad medieval sobre el conocimiento y lo que se consideraba realidad, la forma de contar historias —aprender, memorizarlas, conservarlas en herencia cultural— se transformó en algo de capital importancia.
Desde la derrota del idealismo de Platón (que en los siglos XII y XIII sostuvo la concepción del lugar como aforo del saber, fuera cual fuera su objetivo sucedáneo) hasta la preeminencia de los sentidos de Aristóteles —la conjunción entre el espacio y la sabiduría como un sólo sentido— el gótico arquitectónico pareció resumir la aspiración de crear para expresar en paredes, habitaciones y fachadas, la esperanza de sostener un diálogo entre lo divino y lo humano a través de la sabiduría. Se trató claro, de un paso de considerable importancia en la historia del mundo occidental, que logró combinar la percepción sobre lo moral, lo espiritual y lo intelectual en algo más complejo y espléndido.
La conciencia de lo gótico —con sus agujas extraordinarias, arcos majestuosos y dimensiones colosales que intentaban de una forma u otra, emular lo intangible— fue una forma de reconocer la importancia del conocimiento y la huella de la mente humana en la realidad, lo que permitió que la condición de la inteligencia abstracta se hiciera algo más concreto, valioso atesorado casi bajo los mismos códigos que las grandes catedrales que sorprendían por su envergadura y belleza.
De allí, que la percepción sobre el lugar y el espacio como parte constitutiva de relatos y narraciones, se convirtiera entonces, en una característica esencial para entender cierta forma de contar historias con un considerable peso literario.
Se trató de una evolución que marcó hito en la historia de la humanidad. El escritor René Huyghe dedicó años a indagar sobre el tema y llegó a la asombrosa conclusión de que las superficies, dimensiones, lugares y construcciones, se convirtieron en una caja de resonancia para las grandes narraciones del pasado. Una especie de ejemplar académico monumental, a través de la cual, podía asimilarse y comprenderse la concepción sobre la identidad de la época de una forma tan clara como inquietante.
Había algo exquisito y levemente sombrío en la idea de lo gótico como conclusión de un largo período histórico que atravesó la percepción de lo moral y lo intelectual como partes escindidas del espíritu humano. Algo que la arquitectura sostuvo como un tránsito entre algo más elaborado y una concepción del yo, de asombroso valor histórico.
“La estética pragmática edifica monumentos donde, descartadas las superficies planas, se erizan de puntas, de calados, de proyecciones, se rompen en el juego complejo de los salientes y las aberturas, donde las líneas tropiezan, se cortan, se interseccionan con aspereza, donde todas las previsiones de la inteligencia son derrotadas por el imperioso dictado de los hechos. Es el heredero del conocimiento oral, impreso, atesorado y sostenido por palabras, pero llevado a una nueva y monumental concepción de las ideas” escribió en su libro Los poderes de la imagen publicado en 1968.
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