POR: ADRIÁN LOBO

Por cuestiones que ya he mencionado antes no todos los trabajadores del hospital me resultan extraños, además muchos años antes tuve un contrato de tres meses en la rama administrativa. Sin embargo, las actividades de la rama paramédica me resultaban casi por completo desconocidas.

Por suerte me encontré con un par de compañeros que tuvieron la paciencia de darme valiosos consejos. Algo que también me fue de gran ayuda durante el tiempo que trabajé ahí fue el hecho de no ser una persona que se impresiona fácilmente ante presencias como fluidos y olores. No digo que no me afecten, sólo que siento que tengo cierta tolerancia a ellos.

Aunque, claro, por suerte nunca me ocurrió, por ejemplo, que un paciente me vomitara encima, como algunos compañeros les ha sucedido, así que en realidad nunca tuve que someterme a una prueba dura. O más o menos.

Prácticamente desde mi primer día en servicio pensé −estaba seguro, de hecho− que llegaría un momento en el que un paciente fallecería durante mi guardia, en un servicio cualquiera. No voy a mentir, sentía cierta congoja porque yo jamás había tocado un cadáver, vamos, ni siquiera había visto un difunto. Ni de lejos. Y sabía que llegado el momento me correspondería ayudar a la enfermera a amortajarlo y depositarlo después en el mortuorio.

El primer caso fue un bebé de apenas semanas. Me impresionó porque a simple vista parecía sano, no creí que tuviera nada grave, a muchos los ponen algún tiempo en observación. La primera vez que lo vi pensé que estaba ahí por alguna revisión, algo simple que quizá no tendría grandes consecuencias ya que yacía muy apacible en su cuna.

Cambié de idea cuando la enfermera me pidió ayuda para cambiarle el pañal: el pequeño estaba envuelto en una sábana y al descubrirlo pude ver su cuerpo lleno de puntos rojos, de diferentes tamaños. No estoy seguro, tal vez eran moretones.

Pregunté a la enfermera si era algo contagioso y me afirmó que no, que se trataba de algún tipo de hemorragia, al menos eso entendí, y que de hecho se encontraba prácticamente desahuciado, en fase terminal. Fue la primera vez que vi a un paciente agonizar. A pesar de todo estaba tranquilo, quizá ya estaba tan débil que ni siquiera lloraba ni estaba inquieto como otros bebés en el servicio. Quiero pensar que no sufrió en exceso porque no lo vi como a otro paciente en esa situación.

Esa vez, cuando llegué al servicio el compañero de la mañana quiso darme un recorrido rápido por el lugar y empezó:

− El de tal cama tiene pendiente un estudio; el de ésta otra se va de alta, está esperando sus papeles; éste otro ya están esperando que se muera…

− Perdón, ¡¿cómo dijo?!− Pregunté y él se rio con una risa medio idiota.

− Sí, ya lo “desconectaron”, dijeron que no hay nada más que pueda hacerse. − Aseguró con la misma expresión estúpida.

Al paciente se le hundía el abdomen y entre las costillas cada vez que boqueaba buscando aire, hacía como un pez. Me quedé con la impresión de que estaba sufriendo, hacía todo lo posible por “meter” oxígeno pero el sensor indicaba una lectura errática, muy por debajo de la óptima. Me parecía que le daban como pequeños espasmos que le hacían arquear la espalda y tenía los ojos volteados, en blanco. Su ecocardiograma era una montaña rusa vertiginosa y su tensión arterial era un sube y baja.

− ¿Y no le pueden dar… algo? – alcancé a preguntar antes de recordar que no éramos los indicados para… − ¿Cuánto tiempo lleva así? – continué.

− Dicen que anoche le dejaron de dar medicamentos, le retiraron la vía y le dejaron el monitor para saber cuándo…

− Entiendo, entiendo. – atajé para evitarle exhibirse más estólido.

El pobre hombre llevaba quizá en ese estado unas doce horas o más. Sentí mucha pena y estupor saber que no había nada que pudiera hacerse para ayudarlo. “¿No es éste el mejor, o al menos un buen lugar, para bien morir?”, me sigo preguntando. Y supongo que no, al menos creo que no lo es un hospital público, viendo a tanto paciente que mandan a morir a su casa o a aquellos a los que se condena a morir casi abandonados, arrumbados en un rincón, como a un perro. Mi turno terminó y creo que él continuó su larga agonía en esa cama. Desconozco cuánto tiempo más estuvo así, pero yo no lo volví a ver.

En otra ocasión llegué a mi servicio y me encontré a un paciente, un hombre mayor, que acababa de fallecer; quizá una hora antes o menos. Entre una cosa y otra y que el compañero de la mañana se había esfumado me correspondería a mí encargarme. Las enfermeras primero se ocuparon de lo urgente, pues total, que el muerto no iba a ir a ningún lado y su atención siempre podía posponerse cuanto fuera necesario así que dedicaron ese tiempo a entregar y recibir el servicio y todo eso. Luego una de ellas me avisó que estuviera al pendiente para que hiciéramos el proceso y yo pudiera irme a comer.

Finalmente me llamó para proceder a amortajarlo, lo tomé gentilmente y procedí a “lateralizarlo”, como dicen los compañeros (lo coloqué de lado, sobre su costado derecho). Inmediatamente noté un líquido verde que le escurría por el cuello. Yo sabía que no podía provenir de su boca porque parte de la preparación del cuerpo consiste en colocar borlas de algodón en todos los orificios corporales, de modo que lo volví a mover para verificar su origen.

En cuanto lo puse otra vez en decúbito supino (boca arriba) y revisé me di cuenta de lo que ocurría. Tenía una pequeña perforación en el cuello, a un lado de la garganta, supongo que había tenido una vía central o algo, el caso es que por ahí le estaba fluyendo desde el estómago una parte del desayuno que el pobre hombre había ingerido y que había incluido algún tipo de salsa verde, de lo que en mi rancho llamamos “miltomate” (tomate verde o tomatillo, en otros lares).

− Mire, jefa − dije a la enfermera, mostrándole lo que ocurría.

− ¡Ay, híjole! Voy a decirle al interno que venga a “ponerle un punto”. −  Y salió a llamarlo. El médico interno no tardó mucho y así pudimos terminar pronto.

− Jefa, lo bajo al mortuorio y de ahí me voy al comedor − avisé.

No pude hacerlo. El menú del día era queso fresco en salsa verde, así que de la misma manera en que entré al comedor salí de ahí a los pocos segundos. Me fui por un café y unas galletas y fui a sentarme por ahí, donde pudiera respirar aire fresco, solamente tratando de quitar esa imagen de mi mente, de olvidar aquél líquido escurriendo por el cuello del paciente fallecido. Por supuesto que no pude ni mirar salsa verde por unas tres semanas.

Pero el caso que más ha impactado es el de un niño, le calculo entre 9 y doce años, que recibimos durgencia. Fue un caso muy particular y extraño, todo un “signo de los tiempos”, en un sentido no teológico. Algo que es cada vez más frecuente y conmociona, aunque cada vez menos; al parecer para el momento en que el pequeño llegó al hospital ya muchas personas habían visto y compartido en redes sociales un video del accidente que sufrió. Fue casi como si lo hubiesen visto morir “en directo”.

Según me pareció estaba jugando en una cancha deportiva de basquetbol. Se había trepado a una de esas porterías móviles que usan para jugar futbol rápido o baby-fut, no sé bien. Hasta ahí todo parecía una situación inocente. Tan sólo un niño jugando al acróbata.

Entonces uno de sus zapatos se enreda en la red y todo se precipita. No hay una forma fácil de zafarse, no puede simplemente soltar el tubo así que sacude el pie intentado liberarse, pero lo único que consigue es balancearse. El pesado artilugio de fierro no está diseñado para recibir esos embates y mantenerse en posición, así que cede al impulso generado cayendo pesadamente sobre el niño que no pudo ni meter las manos. Al parecer el travesaño le cayó sobre el pecho.

Cuando llegó al hospital yo lo cargué para pasarlo de la camilla de los rescatistas a la del servicio de urgencias pediatría. No estaba enterado que llegaría, no sé si alguien en el servicio lo estaba. A veces hay comunicación en grupos de WhatsApp y por ese medio avisan. Siempre he pensado que sería bueno hacer algo como lo que he visto en series de TV., donde las ambulancias tienen comunicación por radio de banda civil con los hospitales, con lo que al menos se gana tiempo, a veces poco, a veces más. Se evitaría así, por ejemplo, que un herido llegue a un hospital donde no hay espacio para recibirlo y sea conducido mejor a otro sitio donde puedan admitirlo.

El punto es que yo ni siquiera tuve tiempo de ponerme guantes, el caso me pilló mal parado. ”Urgencias” no es un servicio para despistados. La sangre de ese pequeño me quedó en las manos. En cuando lo dejé en la camilla y empezaron a atenderlo quise ir a lavarme pero me advirtieron que no me apartara porque sería necesario llevarlo a que le hicieran una tomografía apenas y le pudieran poner un tubo endotraqueal para ayudarlo a respirar. De modo que sólo pude usar toallas de papel para limpiarme un poco

Entonces sucedió algo terrible. Una doctora pedía una autorización de la madre y había alguna complicación en ello porque la señora estaba como en shock. El niño empezó a vomitar sangre y a convulsionar, la doctora hizo pasar a la mujer justo en ese momento, supuestamente para mostrarle la gravedad del niño y le habló con crudeza. Finalmente reaccionó un poco, lo suficiente para firmar la autorización. De cualquier forma el tubo nunca se lo pudieron poner y ya no lo llevamos al estudio.

Cuando miré mis manos todavía manchadas sentí una gran tristeza. Era la sangre de un niño que acababa de fallecer ante mis ojos, al que no pudimos ayudar. Cuando me acercaba al lavabo pensé que yo podría lavarme y limpiar mis manos, pero ella, su madre, de por vida iba a llevar en la mente una indeleble y horrible imagen, la de su hijo muriendo frente a ella, sin que nadie pudiera ayudarlo, convulsionando y vomitando sangre y sentí mucha pena por ella. Todavía me pregunto por qué esa doctora tuvo que hacerla entrar en ese preciso momento y si era necesario realmente.

Cuando en las noches, después de la guardia, volvía a casa yo nunca acostumbré hablarle a mi esposa de lo que sucedía en el hospital. No suelen ser temas agradables para conversar. Pero esa ocasión, durante la cena, estuve más callado que de ordinario, que hasta le pareció extraño y preguntó si algo me ocurría. Y le dije, le conté con profundo pesar sobre ese niño al que medio mundo vio esa tarde caer en una cancha de basquetbol, que yo lo recibí en el hospital y lo cargué, que tuve que verlo morir y su sangre quedó en mis manos. Esa noche prácticamente no hubo más conversación.

Y yo todavía siento que se me nubla la vista cuando lo recuerdo.

Adrián Lobo.

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