
Nunca antes había estado en silencio, solo. El silencio, la ausencia de sonido, en especial de la música, le es insoportable, aunque también debe admitir que estar todo el tiempo expuesto a escuchar un espectro, le resulta estresante en proporción directa. Una vez vio un dato curioso en internet que le pareció de lo más patético: que entre más tiempo durara uno manejando, más posibilidades había de sufrir un accidente. Una verdadera estupidez, no es cuestión de otra cosa que no sea lógica; así, pues, entre más tiempo pase escuchando música, más posibilidades hay de escuchar un espectro. Así que se queda en silencio para no escuchar distractor alguno. Está decidido a llevar a cabo lo que tenga que hacer para poder descansar.
Al perder a Matías y a María, no solamente encontró que no había nada que lo hiciera sentir satisfecho, sino que se estaba envenenando. Por dentro, cada día, al despertar, sentía un peso que cargar, y le era imposible siquiera encontrar un motivo para hacer algo que no fuera estar en cama y dormir, ahogarse en alcohol y desear que la muerte llegara rápida. Siempre ha pensado que el hombre, en sí, no tiene miedo a morir. Tenemos, gracias a nuestras convenciones sociales, una unión mental casi automática entre el dolor que nos causa ver morir a alguien querido con la muerte misma, pero él supone que en sí la muerte no es dolorosa, al menos que se alcance por medios violentos; pero quedarse dormido y no despertar… eso, imagina, es la forma más amable de perecer. No hay dolor, no hay nada más que un eterno descanso. Y eso es lo que él quiere: detener el veneno. Sin embargo, al conocer a Vulpes en la jungla, algo más le vino a la mente, algo diferente, y se dio cuenta que, tal vez, no era necesario que el veneno acabara con su vida para por fin descansar, sino que podría quitarse el veneno, succionarlo, aunque eso supusiera un acto violento. Empero, piensa, es justicia y no venganza porque, a fin de cuentas, quien rompió el equilibrio, no fui yo, sino ese hijo de puta.
Expulsa el humo de cigarro por la nariz y aplasta la colilla en el cenicero de cristal que le regaló Matías alguna vez muy a su pesar, porque siempre estuvo en contra de que fumara, pero al menos la basura tendría un lugar. En la sala de su casa hay oscuridad, no completa, aún no ha salido la luna que augura ser nueva por su ciclo menstrual. Hoy va a menstruar ella, sí que sí, piensa Santiago, hoy va a haber sangre. Escucha pasos en el techo de su casa. Él no se mueve. Luego, un golpe seco en el patio y una figura humana alta y fornida ahí aparece. No pensó que lo vería con ropa, pensó que se presentaría como lo hizo en la jungla, pero tiene, al parecer, nociones de lo que es correcto socialmente hablando. No está en su hogar, está en una ciudad. Abre la puerta de cristal corrediza. Huele a humedad.
–Buenas noches –dice Santiago a su invitado.
–Joven Santiago –dice Vulpes para tomar asiento. Va vestido con ropa deportiva porque, dice, es la más cómoda, como está acostumbrado a la desnudez, cuando se ve privado de ella, busca lo más cómodo que encuentre. Se sienta frente a él y se quedan viéndose fijamente a los ojos–. Me he enterado de tu historia–. Santiago hizo un gesto con la cabeza, apenas arqueó una ceja–. Me la dijo un pajarito.
–Ya veo… –contesta Santiago con la voz ronca.
–¿Estás seguro de esto? La venganza, dicen, es veneno.
–No estoy buscando venganza, estoy buscando justicia.
–Cosa curiosa, tú todo el tiempo lo has hecho con tu método de intercambio pero… ¿pero de verdad estás seguro que esta vez es justicia?
–Pues tendrás carne humana.
–Justicia es, entonces.
Abren la puerta de entrada. Es Umberto, le pidió que lo asistiera, que fuera con él, que lo acompañara a confrontar el peligro que estaría a punto de combatir. Lleva su hábito y su medalla, así como un montón de papeles en una carpeta bajo el brazo.
–Buenas tardes… casi noches –dice él con su potente voz.
–Umberto, bienvenido –dice Santiago–, siéntate, por favor.
–Sonaba urgente tu llamado, ¿todo bien?
–Cuando acabe la noche, Umberto, todo estará bien. Sin embargo, para poder llevar a cabo lo de hoy, necesito respuestas.
Umberto luce escéptico, pero accede. Se sienta al lado de Vulpes, en el sillón alargado, y tiende los papeles, y los pone sobre la mesa. Es la muestra de ADN que le pidió que investigara. Santiago siente las manos sudar, la frente, el pecho, todo. Cuando sudaba con Matías, los dos, y se llenaban mutuamente de sudor, era algo cálido y que gozaba a pesar de que siempre pensó que era algo desagradable; esta vez se da cuenta que no importa eso en sí, sino con quién lo haces. El intercambio de sudores, si es con alguien amado, no importa, cuando uno está solo, entonces es cuando resulta desagradable. Su propio sudor le resulta desagradable.
–Son los resultados, Santi –dice Umberto y todo se hunde en silencio de nuevo. Santiago no se mueve, sólo observa los papeles ahí. Umberto se nota un poco nervioso, por primera vez, lo ve con ligera exasperación.
Santiago enciende otro cigarro de nuevo, bebe de su cerveza, y toma el folder. Jala humo, lo traga, lo abre… expulsa el humo, deja el cigarro en el cenicero y rompe con violencia, con furia embravecida los papeles y los tira al suelo. Suda, sus ojos están llorosos. Se relaja y fuma de nuevo.
–Lo sabía –dice en voz baja–, ¡maldita sea!, lo sabía.
El cabello que estaba en su casa era del hombre que había rastreado, un ladrón de poca monta que llevaba a cabo sus crímenes entre violencia física y psicológica, no solamente robaba: lastimaba incluso habiendo obtenido lo que quería robar. Robaba sólo para dañar, su verdadera finalidad era la sádica necesidad de ver sangre ajena en sus manos.
Se lleva una mano a la boca, Santi, y luego fuma más.
–Tengo una… sospecha sobre ti, Umberto, y sé que me dirás la razón, pero soy humano y dudo así que te pediré algo… no me mientas.
Umberto no se mueve, sólo lo observa con sus ojos ámbar que parecen brillar en la oscuridad.
–Eres mi mejor amigo, Santiago, no veo necesidad en hacerlo. Diré la verdad, aunque duela. Es mi deber.
–Exacto, es tu deber… es tu deber protegerme, cosa que has hecho muy bien y por eso te amo por eso, Umberto. No estoy enojado contigo, no podría –bebe y fuma–, pero necesito saberlo de tus labios… o de tu pensamiento.
Umberto entrecierra los ojos y fugazmente frunce el ceño.
–Dime, mi muchacho.
–El exorcismo de Roberto, al final, había dos entes luchando en su interior. Dos. Los ángeles también pueden poseer para hacer que los hombres lleven a cabo hazañas increíbles pero… pero también para expulsar otros demonios, como lo vimos ahí.
–En efecto –confirmó Umberto claramente.
–La voz del arcángel que entró en Roberto era… muy familiar –lo volteó a ver a los ojos–, los gritos que me advertían en los casos eran muy familiares. Recuerdo perfectamente que antes de entrar al hospital religioso, un poderoso grito casi me hace correr de ahí pero al final fue mi decisión entrar. Alguien me advirtió de lo que encontraría ahí, pero yo tomé la decisión final, porque en eso consiste el libre albedrío. Cuando Eva presuntamente tomó la manzana, fue su decisión, incluso Dios pudiéndolo evitar, no lo hizo, sabía que sucedería, y aún así no lo evitó. Tal como tú al saber ya cuál sería mi metodología.
Vulpes voltea a ver a Umberto, quien permanece inmóvil, solamente observando a Santiago con esa mirada de amor que siempre le ha tenido.
–¿Mi habilidad es real? ¿De verdad puedo escuchar espectros o es sólo una extensión de ti?
Silencio. Umberto suspira.
–Es real, tú tienes una habilidad única.
Santiago afirma con la cabeza.
–¿Los ruidos iniciales, esos que me indican la naturaleza de la misión, eran fruto de mi habilidad o tú los hacías?
Viento sopla afuera. Umberto se muestra, por su gesto, reacio a contestar, pero le prometió que no le mentiría.
–En ocasiones, era yo.
–Me querías proteger… –dice con la voz quebrándosele. Vulpes frunce el entrecejo.
–Era mi deber, y lo hice, te advertí, pero al final la decisión era tuya.
–Y aún así sabías que tenía que hacerlo, que tenía que llevar a cabo una extraña forma de liberación, intercambiar almas, para lo de ahora, ¿cierto? Porque si yo no hubiera hecho todo eso, no estaríamos aquí.
–Así es, Santiago Umberto.
–Tu nombre real es Gabriel –Vulpes arquea las cejas–, eres un arcángel. Mi ángel guardián es el arcángel Gabriel. Tú eras el que entró en Roberto para liberarlo, tú eras el que gritó para que no entrara a ese exorcismo, tú eras el que gritó esa vez que fui con Gillien para liberar una presunta posesión demoníaca, tú te quedaste a rezar pero no fue el rezo lo que necesitaban Matías y María para su protección, porque el ángel rebelde todavía no era un caído, por lo que tu fuerza no surtió efecto. Seguía siendo designio divino de él, el que llevó a cabo su acto.
Por fin, Umberto se movió en su lugar, volteó a varios lugares, pensativo, suspiró y dijo:
–¿Puedo tener uno? –Preguntó señalando los cigarros.
–Me ofendería si no lo hicieras, amigo mío –dijo Santiago honestamente, amándolo incluso más que antes. Le tendió la cajetilla. Él tomó el cigarro, puso su dedo en el extremo opuesto del de su boca, y lo encendió así, con su dedo. Jaló el humo y lo expulsó con el rostro agarrotado.
–Nuestra misión es proteger pero siempre permitir el libre actuar de ustedes, porque sólo así uno aprende. Como guías, sabemos que no importa lo que hagamos, necesitamos caer y pecar para aprender. Los humanos son así, eso hacen. Nosotros juzgamos y ayudamos dentro de los parámetros establecidos. En mi caso, ayudaba a las familias cuando tú hacías misiones solo o cuando el peligro era mucho, yo estaba contigo. En lo que aprendías. En efecto, yo… yo no podía hacer eso, Santiago, yo no debí haberte advertido sobre los casos de peligro pero lo hice porque…
–Porque estar entre humanos te hizo sentir.
–Tú me hiciste sentir, eres mi pequeño mejor amigo… –fumó y sacó el humo de sí mismo. El humo, al abandonar el cuerpo de Umberto, era brillante, era luz, luz en humo–. No creas que eso no me trajo problemas, rompí las reglas, me volví un rebelde y casi caigo del nivel de arcángel pero… pero no fue así, porque hubo otro que, de no haber sido por ti, no lo hubiéramos descubierto. Su nombre es Abbir, él se enojó conmigo y trató de impedir todo lo que hacía pero al ver que no podía, decidió actuar de otra forma.
–Gillien… –dijo Santiago con voz ronca y torva.
–Así es.
Santiago se molestó, meneó negativamente la cabeza. Umberto continuó:
–Ambos quedaron de acuerdo. Eso es lo que sé hasta ahora. Ya no es un ángel, ya es un caído, y al ser uno de tal magnitud, hay alguien que querrá reclamarlo personalmente, pero antes hay que sacarlo del cuerpo en el que está. No sé qué habrá pasado o a qué acuerdo habrán llegado Guillien y él, pero hay que expulsarlo.
Santiago aplastó la otra colilla de cigarro y dijo:
–¿Me ayudarás?
–En cuestión del exorcismo… nos están esperando, en realidad. Te esperan a que preguntes lo que tengas que preguntar y yo te protegeré en caso de que Abbir decida hacer algo; sin embargo, lo que pretendas hacer –dijo viendo a Vulpes–, con todo respeto –Vulpes sonrió como si comprendiera al mismo tiempo que no le importaba mucho–, no soy parte de tal. Yo te protejo, porque creo que Dios comprenderá por qué hemos hecho lo que hemos hecho.
Santiago volteó a Vulpes y le dijo:
–Se mantiene lo que te dije, entonces.
Vulpes sonrió macabramente una vez más…
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