Anne of the Thousand Days

OUROBOROS / AGLAIA BERLUTTI

En la película Anne of the Thousand Days (1969) de Charles Jarrott, los conflictos de la corona británica atraviesan cierta percepción de lo extravagante que raya en lo monstruoso. Versión libre de la historia de amor, dolor y muerte entre Anna Bolena y Enrique VIII, el argumento lidió con los inevitables estereotipos que suelen definir a ambos personajes. También con el hecho de que protagonizaron sucesos históricos de enorme importancia universal. 

De modo que el director se toma una considerable cantidad de tiempo para analizar el contexto. A la vez, redunda en largos diálogos explicativos que muestran de forma fidedigna a la Inglaterra bajo el puño del libertino más conocido y contumaz de la historia del país. Con todo, la película equilibra la versión de lo ocurrido entre Enrique y la más famosa –y quizás, trágica– de sus esposas, con una mirada cínica que responde a la perspectiva del guion y a la vez a la concepción de la época sobre las relaciones entre hombres y mujeres.

No se trató de una decisión casual. En 1969, la discusión de los derechos de la mujer y la libertad individual se encontraban en pleno apogeo, por lo que Jarrott tuvo que plantearse la idea del filme desde una nueva manera de analizar la controvertida figura de Anna Bolena. Hasta entonces, la segunda esposa de Enrique VIII era considerada una figura escandalosa, por completo opuesta a la imagen severa y ascética de Catalina de Aragón, primera cónyuge del rey, abandonada –y despojada de todos sus privilegios– debido a la fulminante pasión real por la jovencísima Anna. 

Para Jarrott, el reto consistió en crear un concepto poderoso acerca de esa noción de la pasión y el desenfreno, sin que la “culpa” recayera en la figura de la real consorte y mucho menos traicionar la verosimilitud histórica de la película.

El resultado fue una originalísima combinación entre una película histórica al uso y algo mucho más memorable. Como ejemplo, esa asombrosa escena en que Enrique VIII (interpretado por un contundente Richard Burton) se enamora casi de inmediato de Anna (Geneviève Bujold) luego de verla bailando en la corte. Con toda la autoridad del reino a sus espaldas, Enrique acude a Thomas Bolena (padre de la doncella) y le exige que “le entregue a su hija para complacencia del lecho de la Corte”. 

Por supuesto, para Thomas la petición no era sorprendente. Mary, la hermana mayor de Anna, había sido amante real para luego ser repudiada, un destino que Thomas sabía esperaba a su hija menor. La conversación que ocurre inmediatamente después de la petición de la Corona resume el ritmo de la película: “No rechaces al rey, pero no permitas te aleje del poder”, dice Thomas a la futura reina de Inglaterra. A partir de entonces, la película muestra el renacer de los Bolena de mano de Anna, convertida en una fulgurante estrella de la Corte y en el poder encarnado de una vieja conocida del trono: la favorita.

Jarrot construyó un drama en que lo histórico y lo ficcional se sostienen a partes iguales y además dan un sentido de la belleza tan importante como trascendental. Una y otra vez, el director logra eludir los engañosos espacios de la recreación de época informal, hasta lograr una película de un enorme contenido sustancial y un mensaje político concreto. 

Anna no es la víctima, pero tampoco la mujer fácil que dibuja la historia. Trágica y poderosa, su figura parece encontrar un lugar ideal para elaborar una percepción sobre el hecho universal de la lujuria en contraposición con la influencia política.

Otro acierto en esa concepción de lo histórico como una forma de espectáculo lo fue la película Elizabeth (1998), de Shekhar Kapur, una combinación entre un thriller político de alta factura, un drama con motor de época conmovedor y un retrato más o menos fidedigno de una mujer poderosa. Para la ocasión, el director resumió la figura de la reina Elizabeth I de Inglaterra en varios puntos esenciales acerca de su influencia y capacidad para la estrategia en medio de un momento complicado. Pero, además, erigió un discurso a su alrededor que enlazó los detalles de su contexto hasta crear algo más poderoso que la única imagen de la Reina Virgen, encarnada con una asombrosa fuerza por una joven Cate Blanchett. 

La Elizabeth de Kapur es convincente y creíble, a pesar de la gran cantidad de problemas de fondo y forma durante la filmación, que incluyeron tensión en el plató entre los actores y modificaciones de guion. En especial, las muy criticadas salvedades históricas, que durante buena parte de la promoción de la película fueron señaladas con insistencia despiadada. Enfundada en espléndidos trajes plagados de errores sobre los atuendos de la época isabelina –como el uso de telas, colores y joyas– y en medio de escenarios rutilantes, Kapur se enfrentó con el reto de hacer creíble una producción parcialmente verídica. Y lo hizo, gracias a su sabia combinación de buena dirección y sensibilidad hacia su personaje.

Kapur optó por sostener una versión casi trágica de Elizabeth, además de añadir una profunda mirada a su mundo interior, desde la infalible versión de “lo que pudiera haber sucedido si…”, un recurso ucrónico que, en la ficción del director, ensambla las piezas del argumento con una facilidad casi engañosa. Kapur admitió en más de una ocasión estar más interesado en la verdad emocional que en una versión realista acerca de una figura de semejante relevancia. 

“Tomé una decisión entre mostrar los detalles de la historia o las emociones de la reina, no importa si eso significaba alejarme de la esencia de la historia”, admitió Kapur durante la promoción del filme. Y aunque grupos de historiadores tacharon a la película de falaz, poco convincente y por momentos maniquea, el director esquivó los obstáculos con enorme elegancia. El resultado fue una película en la que Elizabeth es una mujer real, que se sostiene en una base histórica firme y construye una idea brillante sobre las implicaciones del poder.

La historia, el poder y sus pequeñas grietas

Claro está, no es la primera vez que la historia de la eina Virgen llegaba a la gran pantalla, con resultados dispares. Desde Sarah Bernhardt, Glenda Jackson, Flora Robson, Bette Davis hasta Jean Simmons, la reina Elizabeth es un personaje lo suficientemente jugoso como para que su figura sea elaborada y concebida a partir de todo tipo de miradas y perspectivas. 

Desde Les Amours de la reine Élisabeth (1912), la obra de Louis Mercanton y Henri Desfontaines que convirtió a la Bernhardt en una Elizabeth extrañamente lírica y casi trágica. Hasta la imagen virginal y atónita de George Sidney en The Young Bess (1953), que dota a Elizabeth de un pasado doloroso y poco exacto con el rostro de Jean Simmons. 

La historia de la reina más importante de Inglaterra demostró que tiene la capacidad de transformarse y expresar ideas profundas sobre su época, pero además reflejar la concepción sobre la mujer y su lugar histórico con suma facilidad.

Por ese motivo, la actuación de Blanchett sea quizás el epítome de la mujer fuerte que debe lidiar con el poder como un elemento casi incontrolable y desconocido entre sus manos. La actuación de la actriz bajo la dirección de Kapur dota a la Elizabeth histórica de una serie de graduaciones emocionales e intelectuales desconocidas. Un logro que encumbra la película y sostiene al personaje a pesar de los fallos cronológicos, conceptuales y culturales de los cuales se le acusa.

Algo de esa herencia pesada e incómoda sobre el realismo histórico, en contraposición con el peso de un buen argumento, es lo que hace que Mary Queen of Scots (2018), de la directora Josie Rourke, haya sido tan controversial al momento de su estreno. Como las anteriores películas mencionadas más arriba y otras tantas, la de Rourke debe enfrentarse a la difícil dicotomía entre la realidad histórica, el contexto de sus personajes, pero también, la elaborada visión de la directora sobre la figura femenina. 

Todo mezclado con un trasfondo crítico que analiza los peligros del poder desde una perspectiva cuidadosa. De hecho, Rourke parece tener muchos más problemas que otros directores para brindar verosimilitud a las batallas, intrigas y dolores de las cortes enfrentadas. El guion de Beau Willimon lidia con la percepción del trono no solamente como las líneas y vínculos estratégicos que lo sostienen, sino además, con una consecuente reflexión sobre el papel de la mujer en un mundo de hombres.

Pero Mary Queen Of Scots es una película histórica y, por lo tanto, debe realizar la hazaña de meditar de manera convincente en la conexión emocional e intelectual entre lo bueno, lo malo y lo temible que se esconde en el enfrentamiento entre María Estuardo (Saoirse Ronan) y Elizabeth I (Margot Robbie). Primas lejanas, pero enemigas por las corrientes de la historia, ambos personajes se enfrentarán en lo que se anuncia desde la primera y fastuosa escena como una batalla ideológica y política. Elizabeth I parece tener todas las de perder en contraposición con Católica María, que sostiene a la Inglaterra recalcitrante a los manejos extravagantes del recién fallecido Enrique VIII.

Para Rourke el conflicto emocional tiene un peso enorme, a la vez que trata de estructurar su argumento de la misma forma en que Kapur lo hizo con su ya icónica Elizabeth: la trama de Mary Queen of Scots tiene evidentes y notorios problemas de realidad histórica, pero apuesta a sus personajes para sostener la concepción del mundo como ambas lo comprenden. 

Situadas a extremos opuestos del espectro del poder, tanto María como Elizabeth deberán luchar por el control de un país dividido por la religión y la historia. Pero mientras Kapur convirtió a Elizabeth en una hábil estratega que creció con rapidez, en manos de Rourke, tanto la reina Virgen como María, tienen que enfrentarse a algo más intangible que la conciencia del vínculo familiar que las une y las separa.

Rourke trata de combinar la visión sobre el papel femenino actual — la película está plagada de leves insinuaciones al poder de la mujer, pero, sobre todo, la necesidad de su reconocimiento — pero existe una evidente torpeza en la forma en que la directora ejecuta la idea. La fortaleza de ambos personajes no radica en su capacidad intelectual o su conocimiento político —como ocurría con la Elizabeth de Kapur— sino que están dominadas por sus personales conflictos y una ambición extraordinaria, no del todo comprensible en mitad de los trasiegos y componendas a su alrededor. 

Para bien o para mal, Mary Queen of Scots es una película del siglo XXI que analiza ideas modernas bajo el cariz de personajes históricos reconocibles. No es algo que no se haya hecho antes, pero el error de Rourke consiste en construir todo el entramado de su argumento sobre esa necesidad de complacer las nuevas sensibilidades alrededor de la película.

Para comenzar, la película tiene un elenco multiétnico que llevó a la inevitable discusión sobre el realismo en contraposición a la ficción al momento de narrar la historia. Desde personajes asiáticos hasta afrodescendientes, las cortes de ambas reinas desafían la noción sobre cómo debería plantearse el cine como recreación de una época o, en cualquier caso, concepción visual de un paisaje cinematográfico. 

La directora defendió su decisión sobre el elenco durante la promoción del filme e incluso ante la crítica especializada. Su respuesta al planteamiento —¿era necesario fomentar una diatriba sobre el color de piel y origen cultural de personajes originalmente blancos— siempre está encaminada hacia una conclusión sobre el análisis histórico en su película “No iba a dirigir un drama de época completamente blanco” dijo Rourke al L.A. Times. “Simplemente, no es una cosa que iba a hacer, a pesar de las presiones al respecto” añadió.

¿Se trató de presiones? En su momento, Shekhar Kapur reflexionó sobre el elenco de Elizabeth, que conservó una rígida concepción sobre la realidad de la Inglaterra isabelina y sobre todo, de la Europa Medieval. Kapur omitió con deliberada intención los debates sobre hombres y mujeres de color en la Corte de Elizabeth y tampoco, abrió un debate involuntario sobre la inclusión en un argumento que intentaba retratar el manejo del poder maquiavélico. 

Al contrario, Rourke se decanta por una versión más moderna sobre lo ficcional, que se contrapone al hecho de una Europa aislada, clasista y sostenida sobre una profunda desigualdad social de la época que intenta retratar.

Sin duda, la directora está mucho más interesada en convertir a María Estuardo en una figura progresista y pacificadora, que retratar al personaje real. En Mary Queen of Scots, a Estuardo se le muestra como una mujer profundamente piadosa, religiosa y tolerante. ¿Lo fue? Para los estándares de la época —en la que las cabezas coronadas asesinaban a sus esposas e hijos por culminar la batalla por el poder— las opiniones de María fueron bastante ponderadas, pero en realidad, eso no la hace pacificadora ni mucho menos la mujer virtuosa que muestra la película de Rourke. 

El argumento ignora las presiones internas que padeció la reina y sobre todo el hecho, que, habiéndose educado en Francia, María se vio obligada a pactar con calvinistas, cristianos y otras corrientes religiosas para aspirar al poder. En otras palabras, carecía del poder —y de hecho, del apoyo— para hacer cualquier otra cosa.

¿Qué tan válido es mezclar la narración histórica con pulsiones independientes y contemporáneas? El cine basado en la fastuosidad de épocas y sucesos universales es sin duda, un género tradicional en el séptimo arte. De modo que el verdadero cuestionamiento tiene una relación más directa con las intenciones del director o la forma en que el guion analiza sucesos históricos de envergadura. 

Una y otra vez, se ha insistido que el ámbito cinematográfico tiene el derecho de ficcionar la realidad para crear una connotación en paralelo. ¿Cuál es el límite? ¿Hay uno? No hay preguntas sencillas para algo semejante. Pero sí, al menos la percepción que la construcción del lenguaje visual puede crear su propia percepción de la verdad, en beneficio de la profundidad del arte que sostiene.

Por Aglaia Berlutti

Bruja y hereje. A veces grosera y quizá demente. Fotógrafa por pasión, amante de las palabras por convicción. Firme creyente en el poder del pensamiento libre.

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