Gian Lorenzo Bernini 

¿Puede ser el arte un hecho moral? En el texto durísimo artículo Good Art, Bad People de Charles McGrath, publicado en el New York Times en el 2012, la autoría es un dilema ético. El texto analiza cómo influye el comportamiento de los autores en la percepción acerca de sus obras. Además, asume la hipótesis de que la bondad no es una condición para el buen arte. Tampoco un requisito inalienable para expresarse artísticamente. “Las malas personas o, al menos las personas que piensan y se comportan de una forma que consideramos abominable, hacen buen arte todo el tiempo”. 

En el mismo artículo, McGrath cuestiona la persistente idea de que todo artista de renombre —o cuya obra puede ser valorada como parte del legado histórico universal— debe calzar en cierto canon de comportamiento ejemplar, cuando muy pocas veces ocurre algo parecido.

Como ejemplo, Wagner —antisemita reaccionario que según McGrath escribió en más de una ocasión que los judíos eran, por definición, incapaces de arte— o el caso de Ezra Pound, cuyas opiniones políticas rayaban con un incendiario fascismo. La cuestión acerca de las relaciones entre el arte y el autor se transforma entonces en algo mucho más enrevesado. ¿Hasta qué punto lo artístico debe ser analizado a través de la vida de su autor?

El cuestionamiento se mira desde ambos extremos. El director ruso Andrei Tarkovski filmó una de sus piezas filmográficas definitivas, Sacrificio en 1986, aquejado de un gravísimo cáncer que le llevaría a la muerte. No es casual que su película analice el tema de la muerte, la búsqueda de la redención y la insistencia en un milagro, en imágenes tan hermosas como terroríficas. 

A la obra se le considera una pieza de arte trascendental, aunque más de una vez se ha tocado el punto si lo es por las condiciones en que fue filmada —o, mejor dicho, en el esfuerzo que hizo su director para completarla— o en su verdadera calidad.

Otro ejemplo desconcertante es el de Karl Fredrik Reutersward, que en el momento más prolífico de creación artística sufrió una apoplejía que lo condenó al silencio y a la parálisis corporal. Con un largo proceso terapéutico pudo volver a hablar. Pero antes de eso recuperó su habilidad artística para crear lo que sería un renacimiento breve pero significativo. 

Una vuelta de tuerca a lo que hasta entonces fue su obra —cínica y hasta cruel— para transformarse en algo más melodioso, casi bondadoso. Para el momento de su muerte, Reutersward había reconstruido su lenguaje artístico para crear lo que se considera su personal despedida del mundo visual y pictórico que, por décadas, amó hasta la obsesión. ¿Es la obra de Fredrik Reutersward extraordinaria por su calidad o por la historia que le rodea?

Una y otra vez el fenómeno se repite a lo largo de la historia. Gian Lorenzo Bernini —escultor favorito del papa Urbano VIII— envió un sicario a desfigurar el rostro de su mujer cuando descubrió que le había sido infiel con su hermano. 

Gustave Flaubert, en una carta desde Medio Oriente, no sólo deja muy claro que tiene la intención de encontrar “un joven amante de piel oscura al cual golpear a placer”, sino que insiste en que buscaba “la ocasión de sodomizar a un muchacho y de solazarnos con sus tocamientos aún no se ha presentado, aunque andamos buscándola”. El autor de Madame Bovary sería por años perseguido por rumores sobre su conducta desordenada y violenta y por su afición al opio. Aún así, su obra sigue siendo admirada y respetada por buena parte del mundo de la literatura actual.

McGrath insiste en su artículo que el arte condiciona la conducta hacia una forma de construir y elaborar una opinión válida sobre el mundo que atraviesa las pasiones y también los excesos de su autor. “La creación de arte realmente bueno requiere un grado de concentración, compromiso, dedicación y preocupación, de egoísmo, en una palabra, que diferencia al artista y lo convierte no en un forajido, sino en una ley en sí mismo, los artistas tienden a vivir más para el arte que para los otros”. Se trata de un axioma que se repite con tanta frecuencia como para reflexionar acerca de la vida y legado de artistas de todas las épocas desde cierta distancia intelectual. La suficiente como para juzgar la idea del autor como elemento disonante de su propia obra.

No se trata de un fenómeno desconocido. La actriz Tippi Hendren, descubierta y encumbrada por el director Alfred Hitchcock, aseguró en su libro Tippi: A Memoir (2016) que el director abusó física y emocionalmente de ella, en lo que llamó un “intento por obtener su mejor actuación”. Posesivo y obsesionado, Hitchcock intentó controlar incluso la forma como la actriz se comportaba fuera del plató y los detalles de su vida emocional. 

Aterrorizada y confusa, Hendren contó que luego que el cineasta intentara besarla y tocarla en una limusina preguntó a conocidos y a amigos si debía denunciar su comportamiento, pero que de inmediato fue disuadida por otros actores y sus propias dudas sobre lo que estaba viviendo. Admite que el término “acoso sexual” no existía en Hollywood y sabía que la meca del cine apoyaría al director en caso de cualquier acusación. “¿Quién era más valioso para el estudio, él o yo?”, se pregunta Tippi en su libro, como un resumen de la actitud de Hollywood —y quizás de la cultura de la época— acerca de agresiones semejantes.

Aún así, la obra de Hitchcock sigue siendo considerada entre las mejores de la historia del cine y, como si eso no fuera suficiente, epítome de una nueva visión estilística del cine. De la misma forma, Roman Polanski —acusado de violar a una niña de 13 años durante una sesión de fotografía— se asume un director imprescindible para comprender el cine moderno. De hecho, su obra cumbre Chinatown (1974) se considera una de las mejores películas dramática de la historia. Eso, a pesar de que la actriz Faye Dunaway contó que el director la sometió a maltrato y violencia durante toda la filmación.

Otra de las víctimas de los excesos contra las actrices que se amparan bajo la expresión artística es la actriz Shelley Duvall, quien interpretó el papel de Wendy Torrance en la película El Resplandor (1980) de Stanley Kubrick. Conocido por su perfeccionismo y, sobre todo, obsesión por los detalles, el director aterrorizó y maltrató psicológicamente a la actriz para obtener “la mejor actuación de su vida”. 

Kubrick insultó a la actriz, la sometió a una insoportable violencia emocional y extenuantes jornadas de filmación en las que insistía que Duvall “debía obedecer a pesar del miedo”. La actriz apenas soportó el asedio y culminado el rodaje ingresó en un centro psiquiátrico. Nunca se recuperó del todo de la terrorífica experiencia que vivió durante la filmación. Duvall desapareció paulatinamente del escenario cinematográfico y durante las últimas dos décadas entró y salió de centros de salud mental debido a su precario equilibrio psiquiátrico.

No obstante, ni Kubrick ni Hitchcock fueron acusados de maltrato y mucho menos de abuso. Ni Hendren o Duvall se atrevieron a señalar nunca las conductas de los directores como reprobables e incluso agresivas. Ambas admitieron que no sabían que lo que ocurría era reprobable —e incluso un crimen— y decidieron callar debido a su posición en la industria. 

De la misma forma lo hizo María Schneider, que insistió en que el abuso que sufrió en el Último tango en París (1972) era “parte de su trabajo”. La actriz mantuvo una duradera amistad con Marlon Brando, justificación que se utiliza aún para restar importancia a la agresión que sufrió. Una distorsionada percepción sobre los límites de la violencia como forma de presión o manipulación no sólo física, sino también psicológica.

Oscar Wilde solía insistir en que el arte era “inútil” por necesidad, a lo cual conviene preguntarse si también es amoral por definición. Cualquiera que sea la respuesta, aún se trata de una mirada hacia el trasfondo de lo que permite el acto creativo, a través de una percepción extraordinaria sobre el bien y el mal como una forma de expresión individual. 

¿Es el arte una excusa para perdonar la conducta excesiva, violenta o criminal? No lo es, pero bajo la misma percepción, el arte por el arte no puede ser juzgado bajo la excusa de la conducta de su autor o sus conclusiones morales. Entre una cosa y otra, la concepción sobre lo moral en el arte aún parece sometida a todo tipo de presiones invisibles. Y sin duda continuará estándolo en la medida que nuestra cultura endilgue un valor ético a la expresión artística, un dilema interminable que parece sostenido —a medias— por cierto pragmatismo conceptual.

El arte, el dolor, la búsqueda del olvido

Pablo Picasso revisaba cada noche la basura de su natal Málaga en busca de lo que llamaba “pequeños tesoros”. Lo hacía con un método maníaco y repetitivo que mucha veces él mismo llamó “pequeños accesos de locura”. Sylvia Plath aseguraba que únicamente escribía cuando el tormento interior la hería hasta el dolor físico. “Oigo una voz dentro de mí que no se calla”, insistía “entonces, tomo la pluma y me hiero a fuego”. 

El pintor Ernst Josephson sufría frecuentes crisis de lo que llamaba “locura venial”, que le hacía pintar de manera muy distinta a como lo hacía cuando no las padecía. De hecho, tanto era su transformación interior que algunos críticos de su época estuvieron convencidos de que sus obras tenían alguna “influencia ajena y desconocida”.

El artista Charles Méryon, que sufría de esquizofrenia, atravesó todas las etapas de la enfermedad sin dejar de grabar y pintar. ¿El resultado? Una inquietante visión del efecto de la locura sobre la obra de arte. Sus piezas de arte muestran un mundo inquietante, poblado de animales fantásticos y escenas inquietantes. Y a pesar de que su trastorno se hizo cada vez más grave, Méryon no dejó de grabar. 

Escenas que asombraron incluso a Víctor Hugo, quien insistió en que “la obra de Méryon está invadida del aliento del infinito. Sus grabados, más que cuadros, son visiones”. No se equivocaba el inmortal escritor. Para cuando el artista fue recluido en un asilo, sus dibujos mostraban un universo irreal y trastornado.

Los artistas tienen, sobre todo, una gran necesidad de encontrar nuevos e íntimos medios como vías de comunicación. Y es esa necesidad de reconstruir los espacios y lo que consideramos natural lo que hace que el artista deba replantearse nuevos estratos de la realidad, una dimensión totalmente nueva de lo que puede ser su concepto sobre la realidad y la fantasía. 

Tal vez eso podría explicar por qué el extraordinario pintor sueco Carl Hill, que estaba confinado a sus habitaciones, arrojaba sus dibujos por las ventanas que pasaba. Un intento desesperado de comunicación y de encontrar una visión de sí mismo fuera del parámetro de la normalidad.

La evasión del dolor o, a la vez, la búsqueda de un significado al padecimiento es lo que hace que el arte sea el vehículo idóneo para esa profunda transformación del poder de crear como un reflejo del sufrimiento espiritual y mental. Por siglos, los artistas no sólo fueron admirados por su talento, sino idealizados, alabados y destruidos por el mundo de las artes, jerárquico y restringido. 

De manera que ser artista no sólo era una decisión por vocación, sino una profesión que creaba una expectativa concreta sobre quién podía ser el artista en la sociedad y como parte del entramado cultural. Una presión enorme sobre la necesidad del triunfo y, más aún, esa visión del arte como vehículo transformador.

En todas las épocas, el artista no es sólo el que describe a través de la belleza de su arte el siglo que le tocó vivir, sino que además reconstruye el poder y la visión del hombre a través de sus logros y alcances. Audaz, pionero, el artista corre riesgos inimaginables a otros hombres y mujeres de su cultura, en busca de una forma de expresión cada vez más depurada. De esa metáfora que construyera el arte por el arte, por encima de cualquier vicisitud.

Y tal vez la gran pregunta sea la que engloba y resume la inquietud del arte que construye, destruye y renace. ¿Es el arte entonces un fenómeno que escapa a la visión de quien somos para crear una nueva? ¿O es el arte una forma de concebirnos, un renacimiento en nuestra capacidad de creación? Quizás nunca tengamos una respuesta a una idea que parece debatir esa expresión del yo tan profunda como es el arte. Aún así, el mero cuestionamiento deja claro que la expresión artística es algo más sustancial que una simple expresión personal y que parece rozar esa necesidad de trascendencia que forma parte esencial de la personalidad creadora.

Por Aglaia Berlutti

Bruja y hereje. A veces grosera y quizá demente. Fotógrafa por pasión, amante de las palabras por convicción. Firme creyente en el poder del pensamiento libre.

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