El 16 de octubre de 1888,Ā George Lusk —el entonces presidente del llamadoĀ Whitechapel Vigilance Committee— recibió un paquete con destinatario desconocido. Hasta entonces, el grupo formado por ciudadanos comunes que intentaban dar con la identidad delĀ Jack el Destripador, habĆ­a tenido poca repercusión real. Pero cuandoĀ LuskĀ abrió el paquete y encontró la mitad de un riñón (que luego se determinarĆ­a habĆ­a sido conservado en alcohol) ademĆ”s de una carta manuscrita en la que se podĆ­a leer:

Desde el infierno
Mr Lusk
SeƱor
Os envĆ­o la mitad del
riñón que tomé de una mujer
la preservƩ para vosotros. La otra pieza
la freĆ­ y la comĆ­, fue muy agradable.
QuizĆ” os envĆ­e el ensangrentado cuchillo
que lo sacó si sólo aguardÔis un poco
mƔs.
firma
Atrapadme cuando
PodƔis.
Mishter Lusk (sic).

El remitente se identificó como el autor de los crĆ­menes de Whitechapel (sin utilizar el nombre Jack El Destripador, ya popularizado por la prensa) y diferencia de las otras misivas que Scotland Yard habĆ­a recibido desde que los atroces crĆ­menes comenzaron, la que Lust sostuvo entre sus manos tenĆ­a un estilo pobre y con notorios errores ortogrĆ”ficos. Pero fue esa carta (la Ćŗnica que la policĆ­a tomó por cierta y la Ćŗnica que parecĆ­a serlo), la que abrió las puertas a un fenómeno imprevisible, inquietante y poderoso que aĆŗn goza de buena salud.

Para Londres, se trataba de otra pieza desordenada en el rompecabezas del violento criminal que medraba en sus calles. Para la historia Occidental, se trató del primer paso hacia una mirada obsesionada con la violencia y la muerte que se perpetúa hasta hoy.

Jack el Destripador medró en las calles de Londres y redefinió los lĆ­mites de la cultura de la violencia. Se trata del asesino mĆ”s notorio de la historia de la criminologĆ­a y cuya identidad continĆŗa siendo un misterio: con los crĆ­menes perpetrados porEl Destripador, la cultura del miedo adquirió un nuevo matiz y fuerza, para convertirse en una expresión de la oscuridad de la conciencia colectiva. El mismo asesino pareció imaginar el alcance que en el futuro tendrĆ­an sus asesinatos: envió notas manuscritas, pintas en las paredes y al final, el mero interĆ©s obsesivo de la prensa por los asesinatos que cometió lo convirtieron en una celebridad pĆŗblica. La incapacidad de la policĆ­a de su Ć©poca y la dĆ©cada posteriores por descubrir su identidad, provocó en la Londres de finales del siglo XIX una conmoción y curiosidad retorcida difĆ­cil de explicar por entonces. Una estela que aĆŗn es perceptible y poderosa en la actualidad.

La fascinación por los asesinatos y la violencia no es, por tanto, algo reciente, pero nunca ha tenido tanto auge como en las Ćŗltimas dĆ©cadas. DespuĆ©s de todo, aunque el tĆ©rmino se acuñó en la dĆ©cada de los setenta —a raĆ­z de la cobertura mediĆ”tica de los asesinatos cometidos por Ted Bundy y David Berkowitz— el interĆ©s morboso por los asesinatos y quienes lo cometen, abarca buena parte de la historia occidental.

Para la cultura estadounidense en especial, los crímenes cometidos por ambos hombres mostraron otro rostro del ciudadano común, pero sobre todo, el terror ciego y la mayoría de las veces invisible que se esconde en lo cotidiano. Para los criminalistas y criminólogos, ambos asesinos demostraban la hasta entonces abstracta teoría del asesinato con método: una obsesión psicópata que convertía cada muerte en una declaración de intenciones.

De pronto, la sociedad norteamericana se encontró al borde de una visión sobre la violencia totalmente insólita que condicionó su comprensión sobre el miedo colectivo. La denominación parecĆ­a no sólo mostrar un nuevo rostro —temible e inquietante— de la sociedad sino tambiĆ©n, de sus terrores y dolores.

El director independienteĀ John BorowskiĀ ha dedicado buena parte de su producción cinematogrĆ”fica al anĆ”lisis del fenómeno. En su pelĆ­cula documentalSerial Killer Culture,Ā BorowskiĀ medita sobre la percepción de la violencia como un elemento seductor, pero tambiĆ©n, el terror convertido en una forma de expresión cultural. Entre ambas cosas, el asombro por el asesino en serie, parece ser el puente entre la mirada conclusiva sobre el asesinato — se acto de vanidad suprema— y el recorrido de nuestra sociedad los lugares mĆ”s oscuros de la psiquis colectiva.

El director intenta crear una hipótesis sobre el motivo un considerable nĆŗmero de personas, parecen asombradas y desconcertadas, pero sin duda interesadas en la figura del asesino, mĆ”s allĆ” incluso de sus crĆ­menes. Borowski conversó con estudiosos del fenómeno, artistas e incluso, con ese pĆŗblico morboso y audaz que medra alrededor de las cĆ”rceles en que se encuentran encerrados varios de los peores homicidas de la historia contemporĆ”nea. ĀæSu conclusión? La violencia tiene un ingrediente puramente antropológico que el asesino en serie encarna en buena medida.

ā€œNunca hubo una pelĆ­cula como Serial Killer Cultureā€, dijo Borowski en una entrevista durante la promoción de documental ā€œElegĆ­ centrarme en las razones por las que los artistas se inspiran para crear obras basadas en asesinos en serie, asĆ­ como la fascinación del pĆŗblico por los asesinatos en serie y el verdadero crimen, un rasgo que refleja lo que somos como cultura mĆ”s que cualquier otra cosaā€ puntualiza.

ā€œLa pelĆ­cula es mĆ”s un estudio de la influencia de la cultura pop que los asesinos en serie han tenido en AmĆ©rica y las razones por las que los asesinos en serie se han convertido en celebridadesā€ aƱade Borowski y toca un punto esencial en el recorrido de su pelĆ­cula, pero tambiĆ©n en la mirada estadounidense sobre la violencia extrema. La concepción de lo anómalo y lo perverso se ha convertido no sólo en una forma de Ć©xito retorcida sino tambiĆ©n, en una celebridad expeditiva. Pero ĀæQue fomenta el culto al asesino en serie? ĀæQuĆ© hace que los crĆ­menes cometidos por hombres y mujeres sean elevados a una categorĆ­a casi simbólica?

La respuesta parece encontrarse en la manera en que nuestra cultura, reflexiona sobre la identidad y la circunstancia del absurdo violento, conceptos que pocas veces se analizan y que tienen un considerable peso sobre la mirada de la violencia, o como se asimila. La idea no es novedosa: ya para el aƱo 1893, la figura de Jack el Destripador era una leyenda siniestra en la Londres victoriana, tanto como para que grupos de curiosos recorrieran los lugares emblemĆ”ticos de sus crĆ­menes.

En 1900, Mitre Square ā€”el lugar en que, segĆŗn todas las versiones, descuartizó a Catherine Eddowes— ya se encontraba entre los sitios mĆ”s visitados de la ciudad. La calle estrecha, oscura y extraƱamente tranquila, se convirtió en un recorrido casi obligatorio para los amantes de lo morboso: cientos de supuestos investigadores (decididos a desentraƱar los misterios de los crĆ­menes de Whitechapel) atravesaban la calle de un lado a otro, en un intento de comprender el comportamiento, las motivaciones o incluso, el misterioso objetivo de Jack el Destripador al matar.

A otros, les atraĆ­a el absurdo de lo ocurrido. Para la gran mayorĆ­a de los visitantes, se trataba de una especie de compulsión voyeurista: hubo crónicas y relatos publicados en numerosos periódicos y revistas, sobre la ā€œatmósfera inquietanteā€ de los lugares escogidos por El Destripador para perpetrar sus crĆ­menes y para 1915, se llegó a ver hombres disfrazados con ropas victorianas que intentaban imitar su trayecto desde el horror hacia el olvido.

Londres entera parecía desconcertada por el poder de una de sus historias terribles, pero también, fascinada por sus implicaciones. Una especie de vuelta de tuerca sobre la violencia como espectÔculo público, algo que Londres disfrutaba y asimilaba desde su fundación. Durante siglos, las ejecuciones se llevaban a cabo en la vía pública y era espectÔculos colectivos, destinados a un objetivo moralizante o solo la diversión. Para 1810, había filas de cadÔveres colgando en las orillas del TÔmesis y la muerte era parte del paisaje londinense.

ĀæEs suficiente esa explicación para comprender la obsesión pĆŗblica que despertó en Londres los crĆ­menes de Jack el Destripador? Tal vez no lo sea tanto, cuando se medita sobre los motivos del fenómeno en otras partes del mundo. Al otro lado del ocĆ©ano, EE. UU. ha estado obsesionada con la muerte, la tortura y el horror buena parte de su historia, aunque sólo reciĆ©n, el fenómeno sea medible y cuantificable.

La figura inquietante de Lavinia Fisheraterrorizó entre 1800–1819 a buena parte del paĆ­s, luego que se descubriera que habĆ­a asesinado a puƱaladas a mĆ”s de 100 personas en una posada en Carolina del Sur, cerca de Charleston. Corrieron rĆ­os de tinta sobre los crĆ­menes que cometió, pero tambiĆ©n la posada se convirtió en un atractivo turĆ­stico para la región. Lo mismo ocurrió con Mary Jane Jackson, la controvertida Madame Bricktop que, en 1860, desfiguró y mató a cuatro hombres en Nueva Orleans. De nuevo, cundió el asombro y el miedo, pero tambiĆ©n la curiosidad sobre sus asesinatos y en la actualidad, la ciudad aĆŗn recuerda su historia con vicios de leyenda.

La envergadura de fenómenos como el interĆ©s alrededor de los asesinos en serie actuales tiene algo de devoción, un poderoso y siniestro magnetismo que convierte al criminal no sólo en el rostro visible sobre cierto culto hacia lo temible, sino tambiĆ©n en una figura directamente atractiva. Los libros, pelĆ­culas, series e incluso musicales sobre el tema encumbran al asesino —a pesar o a despecho del dolor de las vĆ­ctimas y sus familiares— ademĆ”s de convertirles en una metĆ”fora sobre nuestra Ć©poca. Como si se tratara de una dura versión de la realidad, los crĆ­menes y la personalidad del asesino en serie se encuentran emparentados directamente por una atracción irremediable por la violencia extrema.

Claro estĆ”, la concepción se lleva a cabo desde una distancia considerable y segura: el asesino tiene la misma cualidad hipnótica de un animal enjaulado particularmente peligroso. Un monstruo con rostro humano que nos permite analizar a la distancia —y sin riesgos— los peores rasgos de nuestra cultura y quizĆ”s, la mente del hombre. ĀæPero es suficiente esa explicación para comprender el impacto del culto alrededor del asesino en serie? ĀæLa necesidad de llevarle a un estadio en que se le coloca como objeto de estudio bajo la lupa de la mirada analĆ­tica?

Se trata de una fantasía elaborada y compleja que occidente mantiene sobre el pedestal de una cauta reflexión. Después de todo, es sencillo analizar elementos sobre la violencia, el poder, el género y el miedo a través del impulso criminal de un asesino que se encuentra detrÔs de las rejas. Pero, el fenómeno abarca mucho mÔs: la obsesión de la cultura pop por los asesinos en serie también tiene un ingrediente de singular predilección por la deshumanización y el morbo. Las fotografías de los crímenes se miran con ojo crítico, mientras se intenta comprender por qué un hombre en apariencia común planeó y cometió asesinatos de considerable crueldad.

Ted Bundy

Cuando Ted Bundy llegó a las pantallas de EE. UU., se convirtió en una celebridad inmediata: Se habló que su figura carismĆ”tica, atractiva y seductora era la de un depredador humano, reconstruido para el paladar de nuestra Ć©poca. Un monstruo de pesadilla, versionado para una Ć©poca cĆ­nica y con el rostro de un hombre de considerable belleza. 

Ted Bundy se convirtió en metĆ”fora de lo improbable y lo impensable. No sólo por su extrema crueldad y violencia, sino por el hecho que logró pasar desapercibido durante aƱos. HabĆ­a sido el amante de una mujer con una hija pequeƱa, que jamĆ”s sospechó que el hombre que dormĆ­a a su lado asesinaba con cierta frecuencia a mujeres de su edad e incluso, con su apariencia fĆ­sica. ĀæQuĆ© significaba eso?

En los programas de televisión de la Ć©poca se debatió la capacidad camaleónica de Bundy, se mostró su fotografĆ­a sonriente para dejar en claro que ese era el rostro de un asesino, aunque pareciera del todo improbable. ĀæQuĆ© podrĆ­a comprenderse sobre el tema? Al final, la relación entre el miedo y la sorpresa —una perversa fascinación— es evidente: el asesino en serie que Bundy encarnó era una arista del terror convertido en un elemento cotidiano. Un hombre educado bajo la limpia moral norteamericana convertida en su anatema y su contradicción. Una celebridad instantĆ”nea que mostraba el rostro oscuro de la cultura del consumo.

¿Se trata de una evolución histórica de la morbosidad latente de una sociedad obsesionada por los símbolos de la violencia? EE. UU. insiste en una durísima mirada sobre lo considera la bondad: a través de su historia, el país se erigió como símbolo de la modernidad, el optimismo bien intencionado y el estilo de vida basado en el progreso. Para la generación de la postguerra y, sobre todo, la que sobrevivió a la interminable guerra de Vietnam, el asesinato es un recorrido temible por la crudeza de los defectos culturales mÔs desdeñables.

AdemĆ”s, los asesinos en masa solĆ­an encarnar un enemigo contra que el que la sociedad estadounidense tenĆ­a el deber moral de luchar y vencer: Hitler, Pot Pot eran objetivos evidentes, que contradecĆ­an el American Life Style, por lo que reducirles e incluso destruirlos, era una manera de luchar contra la oscuridad del horror y la violencia. Luchar contra cualquiera de ellos, llevaba al acto de matar a un tipo de glorificación histórica que ennoblece el mero deseo de comprender el asesinato como una maniobra polĆ­tica.

Pero, los asesinos en serie son algo mÔs retorcido e inquietante. Son hombres comunes, educados bajo las mismas reglas y limitaciones del hombre común norteamericano. Hombres y mujeres que responden a impulsos inclasificables o al menos, no bajo la concepción del hombre promedio del país. ¿Qué son entonces, estas pequeñas anomalías del sistema? ¿Qué simbolizan?

Con Jack el Destripador, la idea fue clara desde el principio: lo que hizo que los asesinatos de Whitechapel saltaran a la palestra pĆŗblica en la Londres de 1888 fue el conocimiento preciso del asesino sobre medicina. No eran asesinatos vulgares, perpetrados con armas comunes o en paroxismos de furia. El Destripador descuartizaba a sus vĆ­ctimas y lo hacĆ­a con un cuidadoso conocimiento anatómico.

Para el conservador, severo y racional Londres de la época, la posibilidad que un hombre con conocimientos científicos y educación pudiera matar, era una subversión a los límites frÔgiles de su comprensión de la realidad. En una ciudad llena de pobres y criminales de poca monta, la figura del destripador fue una ruptura completa con la forma como la sociedad inglesa se comprendía.

Lo mismo podrĆ­a decirse de los asesinos norteamericanos de principios del siglo XX: tanto Lavinia Fisher como Mary Jane Jackson, eran mujeres atractivas y sin duda, educadas. Y aunque Jackson era una prostituta, era una mujer refinada que cometió sus asesinatos en sus lujosas habitaciones cubiertas de sedas y sobre camas de madera costosa.

El sentido de la perversión tenĆ­a un nĆŗcleo real y tambiĆ©n la fascinación que despertaba: tantoEl Destripador como las asesinas norteamericanas, eran la prueba real que bajo la pĆ”tina de la cultura, habĆ­a algo mucho mĆ”s venenoso e inquietante. Un lugar en tinieblas que cautivó la imaginación colectiva.

El fenómeno se repite una y otra vez a lo largo de la historia norteamericana: Jeffrey Dahmer mató a lo largo de casi una dĆ©cada sin otro motivo que coleccionar crĆ”neos para construir un trono que deseaba pintar de negro. La imagen tiene algo de delirante y surreal, casi tragicómica, hasta que se analiza la envergadura de los crĆ­menes cometidos por un sólo hombre y un perĆ­odo relativamente corto. Dahmer no sólo asesinó, sino que ademĆ”s lo hizo con un propósito extravagante que desconcertó a forenses y funcionarios policiales.

SegĆŗn el documental The Jeffrey Dahmer Files, el asesino tenĆ­a una idea coherente y letal sobre lo que llamaba su ā€œobraā€, pero tambiĆ©n una concepción absurda sobre sus implicaciones. De hecho, era notoriamente consciente de lo que ocurrĆ­a Llegó a decir a Pat Kennedy, el detective a cargo del caso, que estaba a punto de ā€œtocar las puertas de la famaā€, como si sus crĆ­menes tuvieran mĆ”s relación con la popularidad que la culpabilidad.

AƱos despuĆ©s, Dahmer seguirĆ­a actuando de la misma manera: no parecĆ­a estar en realidad preocupado por su condena, sino por la forma en que podĆ­a remunerarse a travĆ©s de su figura como Asesino en serie, algo que reconocĆ­a y de hecho disfrutaba. Algo no demasiado sorprendente cuando se analiza el hecho que Dahmer se convirtió en una curiosidad de la pornografĆ­a criminal. Lo mismo que Ted Bundy, David Berkowitz—el llamado hijo de Sam—, John Wayne Gacy, Dennis Rader(conocido por la abreviatura de Bind, Torture and Kill al firmar sus notas a la policĆ­a y periodistas), Dahmer se convirtió en un sĆ­mbolo inquietante del mal moderno y una meditada reflexión sobre la fama, emparentada con el morbo cultural.

Una tenebrosa y meditada visión sobre la popularidad contemporÔnea, que no distingue el origen del asombro sino sus posibles implicaciones como metÔfora del monstruo sin rostro.

¿Qué es un asesino en serie? En la actualidad es imposible desligar la fama instantÔnea de cualquier hecho público. De modo que un asesino, puede también acceder a la palestra de la admiración colectiva a través del temor.

¿Qué refleja eso sobre nuestra cultura? Tal vez, la extraña dicotomía de la admiración en contraposición a la noción del horror. O algo mÔs inquietante que apenas comenzamos a entender del todo: Esa tenebrosa y perversa curiosidad, relacionada con la violencia que parece ser un legado cultural difícil de definir. Una forma de primitiva convalidación que el asesino en serie encarna a la perfección.

Por Aglaia Berlutti

Bruja y hereje. A veces grosera y quizÔ demente. Fotógrafa por pasión, amante de las palabras por convicción. Firme creyente en el poder del pensamiento libre.

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