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Por Ernesto Palma Frías

Para Lucita.

Escribo esto porque no quiero olvidar… porque no quiero que la realidad se apodere de mí y un día no pueda recordar la razón de haberme permitido regresar a esta dimensión…

Desperté en el pabellón de la muerte. Escuché gritos en la oscuridad, eran lamentos de agonía. Provenían de personas que estaban por cruzar el umbral de la vida. Quise mover los brazos y las piernas. Estaba inmovilizado. Mi vista estaba borrosa y no había parte de mi cuerpo que no me doliera. Apenas podía percibir mi respiración agitada. Noté que llevaba terminales para inhalar oxígeno. Una luz tenue invadía la habitación que era inusualmente de techo elevado, muy elevado. Mi posición en aquella cama sólo me permitía mirar hacia arriba. Todo era oscuro y paulatinamente empezaron a surgir haces luminosos. Quise pronunciar alguna palabra, pero no había energía en mi cuerpo. Por muchas horas, que me parecieron siglos, sólo podía abrir los ojos y respirar…

Fueron momentos fugaces en los que recuperaba por breves momentos la conciencia, para luego sumergirme otra vez en la laxitud de ese limbo que no es sueño, ni vida, ni muerte y en el que vi y oí cosas aterradoras, que aún no me atrevo a mencionar, porque no sé si fueron reales o un simple producto de mi inconciencia. Lo cierto es que hay noches en las que puedo estar otra vez ahí y desplazarme por los rincones de la realidad y lo que parecería una creación imaginaria sobre la vida y el significado de la muerte.

En aquellos momentos de mi convalecencia prefería estar justo en ese lugar de paz infinita y de formas increíbles danzando sobre el aire cálido de un tiempo y un espacio sin límites. Sólo el dolor intenso que acompañaba la presencia perturbadora de seres diabólicamente disfrazados,  que me provocaban sufrimiento y un regreso abrupto a la realidad y me trasladaba a  un despertar crudo y despiadado.

Aquél tiempo fue como nacer y morir en una danza continua precedida por dolor y miedo. En ocasiones despertaba con la mirada clavada en el techo que parecía elevarse hasta el infinito. Entonces surgían las luces por toda la habitación y pequeñas burbujas que flotaban incesantes reflejando intensos colores en sus delicados bordes de cristal.

En ese inefable viaje entre la vida y la muerte transitaron las horas y los días, sin límites, sin lógica, ni ciencia, sólo la caprichosa decisión del poder divino sobre quien vive y quién no. Así un día recobré la conciencia plena sobre mi cuerpo y justo como un nuevo nacimiento, experimenté mucho dolor y sufrimiento… fue después de una larga noche en la que flotaron sobre mí, seres fantasmales, sombras aterradoras y la visión de un cielo que se abría ante mis ojos, para exhibirme dos manos que se extendieron hacia mí y en las que pude reconocer las icónicas heridas en las palmas…entonces me vi flotando hacia ellas y un instante el cielo se cerró abruptamente y regresé al cuerpo tendido sobre la cama. Por unos momentos, cesaron las luces y los gritos despavoridos de los moribundos.

Sólo había silencio y una paz infinita invadió la habitación. Tardé algunos días más para entender lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Aún estoy en los límites de una vida saludable, la enfermedad me acecha como lobo hambriento, sin embargo, habita en mí una fuerza que me levanta cada vez que la muerte vuelve a mostrarme sus ansias perturbadoras. Creo que hay algo oculto en los recuerdos de quienes hemos cruzado el umbral y nos ha sido permitido volver. Algo inconfesable y prohibido. Tal vez que nunca regresamos del todo. Más allá de cualquier ideología, más allá de lo santo y lo profano, se vive muriendo y se muere viviendo.

Hay ocasiones en las que la muerte recorre el cuerpo en un instante y entonces se toma conciencia de la impermanencia y la vida cobra una relevancia instantánea. Es reconocer en instantes “…esto no lo podría haber vivido si…” luego sobreviene la reflexión sobre el porqué estoy presenciando ese instante en particular: Tal vez para ayudar, o tender la mano y actuar más allá de los límites conocidos.

Todo es distinto. Recuerdo haber distinguido “ese algo” estando aún en el hospital, al responder a una pregunta, simplemente dije: “…hay algo diferente. No sé cómo explicarlo…”. Han transcurrido algunos meses desde que me dieron de alta y mi cuerpo aun lucha por recuperar el equilibrio, sin embargo, algunos síntomas se acentúan y son los que tienen que ver con la presencia vital y la conexión con la realidad. Perviven los rasgos esenciales de todas las cosas animadas y se reconocen las motivaciones de los actos y las palabras de las personas. Lo espiritual es contenido y continente. La mirada es testimonial y reveladora de la verdad. Lo falso se desmorona y lo esencial cobra brillo y es faro en la tormenta.

El miedo desaparece con la esperanza. No hay mañana que aguarde, ni ayeres que sean lastre para fluir libremente. El oído es más selectivo: sólo escucha la verdad envuelta en silencios, más que en palabras. Las notas musicales danzan entre pensamientos ligeros y vitales. El diálogo interior es más fuerte y más intenso. Está gritando mientras la realidad parece una  tormenta aterradora. Esa voz que surge desde lo profundo del alma, está ahí para recordar que la vida es efímera y que tienes los días contados.

Saber que existe un plano de la realidad en el que no hay límites, ni espacio, ni más poder que el tiempo concedido para respirar otra vez y poder despedirte de tus seres queridos, en las formas más simples y cotidianas y que te permite arreglar tus asuntos pendientes y encausar  lo que no es inmediato. Porque es verdad que allá o mejor dicho en el más allá, no cabe más que el alma desnuda, la pureza, el valor esencial y la naturaleza espiritual. Ni siquiera tu cuerpo ya sea  grande, pequeño, bello, joven o viejo, es lo que trasciende a la otra dimensión. Y esto no tiene que ver con creencias religiosas o ideológicas: la muerte es el fin de todo, creas o no.

De tal forma que la posibilidad de morir o morir por instantes, horas o días, nos permitiría apreciar la vida y sus matices como la experiencia más anhelada y serían los detalles más simples los que realmente cuentan: respirar hasta sentir rebosar los pulmones, mirar a los ojos a nuestros hijos y descubrir en ellos la profundidad del amor  incondicional, sentir la suavidad de la piel de nuestros grandes amores y poder gritar de felicidad,  soñar con la luna reflejada en un mar sereno, mirar la lluvia o cimbrarte ante un atardecer.

Tal vez la proximidad de la muerte sea el acicate para sentir la vida fluyendo en nuestras venas y descubrir la bondad en nuestros actos y la sabiduría en nuestras palabras. ¿La muerte es la oportunidad de sentirnos más humanos, más solidarios, compasivos y generosos? Sólo que  generalmente es demasiado tarde.

Nadie puede tener la respuesta. Quiénes hemos tenido la fortuna de pisar las candentes arenas de la realidad en el umbral de la vida, tal vez seamos parte de una estirpe de humanos con la misión esencial de narrar -a quien quiera escucharlo- sobre ese lugar sin límites que nos aguarda a todos. Sólo para despojar de hitos y mentiras al momento más significativo en nuestra vida: la muerte como el fin relativo de la existencia.

Apreciar la vida en todo su esplendor, llevaría a muchas personas a pensar y actuar de manera distinta hacia sí mismos y hacia los demás. Considerar que cada día pierden la vida miles de personas en el planeta y que muchos de ellos cambiarían con gusto todos sus bienes materiales por unos instantes más de vida, para poder irse con más dignidad y satisfechos de haber vivido lo suficiente, nos haría sentir privilegiados y felices de estar vivos otro día más y que podríamos transformar cada día en una oportunidad de resolver los asuntos pendientes, en expresar nuestras emociones y sentimientos hacia nuestros seres queridos; en hacer muchos actos bondadosos y altruistas; en perdonar y pedir perdón; en amar y sentirnos amados; en apreciar las cosas sencillas y simples; en soñar y construir un destino mejor para quienes sufren.

Tal vez casi morir o morir brevemente, sólo signifique un estado recurrente de los enfermos graves o sobrevivientes de tragedias o accidentes, en el que el cerebro experimenta inusuales cambios bioquímicos que lleven a vivencias similares a la muerte. Es la ciencia y el pensamiento racional tratando de explicar esa experiencia extraordinaria. Lo que no es explicable es el estado de conciencia plena, de gracia, dirían algunos, que acompaña aún mucho tiempo después de haber experimentado la experiencia de morir.

Tampoco lo es la extraña sensibilidad hacia ciertos momentos y personas que viven en armonía con el universo. Seguramente habrá quienes hagan lo posible por olvidar la dolorosa experiencia de renacer. Aunque sus sueños estarán poblados de tortuosos recuerdos y terribles pesadillas. Nadie escapa al destino manifiesto.

Desde cualquier perspectiva, la simple posibilidad de perder la vida, es una poderosa motivación para recobrar el valor de lo esencial e importante, donde la mentira, la ambición, el egoísmo y la maldad no tienen cabida. Qué diferente sería este mundo si todos alcanzáramos ese estado de plenitud, paz y felicidad,  llamado resurrección. Es la segunda llamada para alguien que fue elegido para concluir la obra interminable de hacer de cada vida, una existencia plena, digna y feliz, que contribuya a perpetuar a la especie humana sobre la faz del planeta…en esta dimensión.

El recuerdo más emblemático de aquella inolvidable epopeya, fue el de mi endeble  y lastimado cuerpo, montado en una camilla que cruzaba velozmente un pasillo del hospital, flanqueado en ambos costados por un grupo de enfermeras -envueltas de pies a cabeza- en un traje azul, mascarillas y lentes protectores, aplaudiendo rabiosamente mi salida victoriosa del pabellón de la muerte. Un lúgubre lugar del que sólo unos pocos podemos preciarnos de haber salido para contarlo.

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