
DE UN MUNDO RARO / Por Miguel Ángel Isidro
Un viejo chiste cuenta la siguiente historia: El general pide al Soldado Pérez subir a la punta de un cerro y contabilizar a la tropa enemiga.
“Son mil uno los soldados enemigos, mi general”, dijo apurado el Soldado Pérez.
“Ah, caray, ¿y cómo supo con tanta precisión el tamaño de la tropa enemiga?”, inquirió asombrado el general.
“¡Es que adelante viene uno a caballo y atrás vienen como mil, mi general!”.
El anterior chiste vino a mi memoria al leer una nota periodística consignada en el portal de Aristegui Noticias, en la que el presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, Ramón Castro Castro, aseguró que en México, cerca de 500 mil niños, niñas, adolescentes y jóvenes han sido reclutados por grupos del crimen organizado.
Aludiendo —sin dar mayores detalles— a “datos propios de autoridades y de los organismos que científicamente analizan”, el también Obispo de la Diócesis de Cuernavaca afirmó durante su homilía dominical que los principales grupos que han optado por esa práctica son el cartel Jalisco Nueva Generación, el cartel del Golfo, Los Zetas y el cartel de Sinaloa.
Al advertir sobre la magnitud del problema, que conlleva a que miles de niñas, niños y jóvenes se vean involucrados desde temprana edad en actividades delictivas de diverso tipo, advirtió que en éstos momentos, México carece de políticas públicas para combatir dicho esquema de reclutamiento.
Las afirmaciones del prelado Castro Castro se contraponen por completo al reiterado mensaje del presidente Andrés Manuel López Obrador, al defender sus programas asistenciales. En reiteradas ocasiones ha señalado que la entrega de becas escolares y de apoyos económicos a través de programas como el de Jóvenes Construyendo el Futuro forman parte de una estrategia integral que busca evitar que los jóvenes se vean tentados a unirse a las filas del crimen organizado ante la falta de oportunidades económicas.
Según declaraciones de Abraham Vázquez Piceno, titular del programa “Becas Para el Bienestar Benito Juárez” al corte del pasado mes de julio, 8 millones de estudiantes son beneficiarios de este esquema, desde el nivel básico hasta superior, con una derrama de poco más de 30 mil millones de pesos. Se trata, en efecto, de uno de los programas insignia del gobierno federal.
Sin embargo, al igual que en las airadas declaraciones del obispo de Cuernavaca, salta la interrogante: ¿hasta dónde es posible medir, con relativa precisión, las dimensiones tanto del daño como los alcances de los paliativos que la descomposición del tejido social en México representa para las niñas y niños en las distintas regiones del país?
Resultaría muy fácil aseverar, remitiéndonos estrictamente al terreno de lo números, que la cifra de becarios es significativamente mayor a la de los menores presuntamente reclutados por la delincuencia. Pero no podemos pasar por alto que las cifras manejadas por el actual gobierno federal son resultado de la concentración de recursos instrumentada por la presente administración, que terminó acaparando en esquemas centralizados los recursos que antes se derramaban a través de distintos programas, fondos y fideicomisos. Lo cierto es que al día de hoy no existe un dato o estadística dura que permita aseverar qué cantidad de niños han sido “salvados” no sólo del sicariato, sino de las múltiples formas de abuso que se derivan de este esquema, desde el trabajo infantil forzado, la trata de personas, la extorsión y la desintegración familiar.
En términos llanos, en ambos extremos de la ecuación —el de los menores reclutados o afectados por la delincuencia organizada, y el de aquellos que alcanzan a recibir el beneficio de los programas asistenciales del gobierno federal— subyace una cifra negra que es directamente proporcional a la intención que distintos actores políticos puedan tener para sacar raja de un tema tan delicado.
Para la 4T y sus seguidores, siempre será recurrente el argumento de que durante el presente sexenio apenas se están sentando las bases de una política social que sin duda alguna será efectiva en el mediano o largo plazo. Los detractores del Presidente podrán por su parte aseverar que la aplicación de los programas sociales no está logrando disminuir los índices de violencia criminal, soslayando el hecho de que prácticas antisociales como las que ya hemos descrito no iniciaron necesariamente con el presente sexenio.
Asomarnos a la dolorosa realidad de las familias que han sido captadas o desplazadas por grupos delincuenciales requeriría de mucho tiempo y espacio. Desde los menores que aprendieron a traficar o cocinar drogas desde el seno del hogar, por haber nacido en el núcleo de familias enfrascadas en la actividad criminal, hasta aquellos casos de modestos artesanos, oficiantes o prestadores de servicios que ven comprometida su libertad o hasta su propia vida por tener que trabajar -voluntariamente o no- para los integrantes o jefes de alguna banda criminal.
Recuerdo una anécdota narrada por el directivo de una universidad privada en la que dí clases. Me contaba de un padre de familia que pedía una prórroga para hacer el pago de las colegiaturas de sus hijos —una chica en preparatoria, su primogénito en profesional—, pero haciendo el compromiso de efectuar el pago anualizado de ambos. Al cabo del tiempo solicitado llegó con el dinero en efectivo. Se tuvo que sincerar con el director. “Mire, Licenciado, la verdad es que yo soy joyero. Me acaban de pagar unas monturas de oro y piedras preciosas para las pistolas de un mafioso; al señor ni lo conozco pero además es un tipo de trabajo que uno no puede rechazar. Si voy a correr este riesgo, pues por lo menos que mis hijos le saquen provecho”.
En estos momentos, son inciertos los alcances que la inminente militarización de la estrategia de seguridad pública podrá generar en cuanto a la regeneración del tejido social. En términos reales, el Ejército ha estado en las calles desde hace década y media, y la violencia criminal, lejos de decrecer, ha ido en aumento, pero con un componente adicional: la crueldad de lo las bandas criminales hacia sus adversarios ha ido en aumento, generando afectaciones que lamentablemente también alcanzan a la sociedad civil.
Y para quienes defienden la supuesta “incorruptibilidad” del Ejército mexicano, habría que recordarles que uno de los grupos criminales más violentos de nuestra historia reciente, los Zetas, fueron producto de una estrategia de cooptación orquestada por su creador, Arturo Guzmán Decena (“El Zeta Uno), para reclutar militares desertores del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (GAFE) a los que convirtió primero en escolta personal de su jefe, Osiel Cárdenas Guillén, y posteriormente en el brazo armado del Cartel del Golfo. A pesar de que el grupo fue finalmente disuelto tras la detención y muerte de sus principales líderes, varias de sus células terminaron incorporándose a otros carteles, dejando a su paso un lamentable legado que sigue tristemente vigente en dos prácticas recurrentes en las bandas delincuenciales que actualmente se disputan el territorio nacional: contar con organización y equipamiento que los convierten en grupos paramilitares y segundo, desarrollar una agresiva estrategia de reclutamiento que incluye a niños y jóvenes a los que a la postre terminan convirtiendo en sicarios, halcones, cobradores de piso e informantes.
Una lamentable huella que a pesar de la grandilocuencia de los discursos oficiales no se ha podido erradicar.
Más allá de las mezquindades políticas de coyuntura, las prácticas de reclutamiento, abuso e intimidación en contra de menores requieren de una atención urgente y esmerada de nuestras autoridades, antes de que en algún momento, comencemos a hacer en recuento de lo que corre el riesgo de ser una generación perdida.
Todo lo que cuentas, ¿es cierto? Este es tu espacio , pero, ¿Quién eres realmente? No todos saben que la realidad supera a la ficción. “Es muy fuerte”. Un saludo. Por cierto, tu nivel escribiendo es, claramente, de perfil periodístico. ¿Me equivoco?