POR: NO HILDA

“Lo que no se nombra no existe” dijo la entrevistadora a la psicoanalista. Le puse pausa al video porque por primera vez, ante esta frase, algo no me convencía. La psicoanalista estaba hablando de cómo el lenguaje está hecho para un Otro y que, aunque hablemos solos, está hecho para ser escuchado; que, de hecho, esos mensajes resultan ser un impacto cuando el otro los encarna. Como ejemplo dijo que cuando una madre está embarazada puede hablar de su hijo aún sin todavía haber nacido. 

La semana pasada, una de mis consultantes que tiene tres meses de embarazo me lo ejemplificó sin querer. Ella suele mirar hacia otro lugar cuando habla de sí misma, ese día llevaba una naranja que estaba pelando lentamente y además le servía para posar su mirada . Me dijo que no quería que su bebé fuera niña porque no sabría cómo lidiar con ello. Ella lleva las uñas suficientemente largas como para hundirlas a través de la cáscara con fuerza. Ella sufrió abuso sexual cuando era niña. Mientras miraba la naranja a medio pelar, dijo que sería mejor tener un niño, porque así, le enseñaría a no agredir a nadie. Mientras separaba los gajos sus lágrimas caían hasta su playera. En su mente su hija es una potencial víctima y su hijo un potencial agresor. El bebé aún no nace pero el lenguaje de su madre ya le está dando forma.

Antes de que el lenguaje se pronuncie hay una maquinaria interna que procesa el mundo sin nosotros darnos cuenta. El lenguaje que enunciamos va hacia un otro que tiene más que ver con nosotros que con lo externo. La frase “lo que no se nombra no existe” es una frase que nos invita a nombrar, como si nombrando y existiendo, las cosas no solo pudieran arreglarse, sino que con ello también existiera el deber hacer algo con ello. Pienso que politizar lo que no se nombra es un deber un tanto moralizante. Creo que lo que no se nombra puede estar sin nombrarse, cada quién decide si nombra o no lo que lleva dentro. Hacerse responsable de lo nombrado a veces ayuda pero no siempre.

*

Supe que tenía abuelo porque en la casa de mi abuela siempre había una silla vacía. Era una silla de madera gruesa y pesada, casi inamovible. Se encontraba dentro de la cocina enfrente de la estufa y a un lado de una mesa pequeña, nadie tenía permitido sentarse ahí. Nadie podía siquiera obstaculizar la vista de la silla porque ahí se sentaba mi abuelo.

Viajábamos a Tamazula cada fin de mes para visitar a la familia de mi padre. Siempre nos deteníamos en el panteón antes de llegar a la casa. Mi padre estacionaba el carro a un lado de la carretera y abría los canceles que estaban cerrados por dentro. A veces mi hermano y yo lo seguíamos en silencio. Recuerdo haberlo visto mover los labios desde que entraba, no sé si iba rezando o hablando con mi abuelo. Mi padre no lloraba, a él le salían lágrimas. Luego se acomodaba el bigote y las lágrimas ya no estaban. Antes de irnos, la  mano que siempre usaba para levantar garrafones, enjarrar paredes o acomodar ladrillos, tocaba la tumba como acariciando a un pequeño pajarito. Para despedirnos nos persignábamos con una señal de la cruz interminable y rezábamos un padre nuestro todos al mismo tiempo, el efecto que una sola voz daba a la oración me parecía tenebrosa.

Cuando llegábamos a la casa mi abuela nos recibía con el desayuno caliente y café recién hecho que servía en el comedor que se encontraba al otro lado del pasillo. Los hombres y los niños debíamos esperar sentados ahí, no teníamos permitido entrar a la cocina, pero ahí estaba la silla, una silla que en su vacío contenía una presencia que no entendía. No sabía cómo, ahí en la nada, podía haber tanto de una persona que se suponía que ya no estaba.

En el centro del patio había un árbol de aguacate, mis tíos decían que mi abuelo lo había agarrado a fajazos para que creciera, porque cuando lo plantaron se estaba secando. Era un árbol grueso y altísimo, con frutos más grandes que la palma de la mano de mi padre, yo siempre le buscaba las marcas del fajo sin ningún éxito. Después de desayunar, los adultos iban a sentarse al patio bajo la sombra del aguacate, acomodaban las sillas junto a los helechos y en momentos esa escena me parecía un lugar donde podría quedarme toda la vida. Mientras los adultos recordaban cosas en voz alta, mi hermano y yo, los únicos niños de la casa, dejábamos prendida la tele para ir a sentarnos en la silla donde se sentaba mi abuelo. Esperábamos sentir la presencia, la voz o el olor que decía sentir mi abuela, pero solo sentíamos el jalón que nos daba mi madre para sacarnos de ahí. 

Así como estaba prohibido sentarse en su silla, también lo estaba nombrarlo. No debíamos hacer preguntas o decir su nombre porque a mi abuela le dolía mucho hablar de ello. No recuerdo haberla visto con ropa que no fuera negra, su duelo nunca estuvo en discusión.  Pero a pesar de no nombrarlo su vínculo existía a través de su cuerpo, de su actuar y de los espacios que ella le guardaba. El duelo desafía las normas racionales de vincularnos.

Existe un lenguaje silencioso que está hecho para quienes no pueden oírlo, no al menos de la manera en la que los demás lo hacemos. Existe un lenguaje que no se nombra y que no está obligado a verbalizarse. Esos vacíos en los que guardamos dolor, esperanza o recuerdos, son los huecos en los que se aloja nuestra imperfección, no tenemos que expresar lo que solo el cuerpo entiende, no tenemos que llenar el mundo de palabras en un intento por controlarlo, el fluir de ciertas situaciones se da entre huecos. 

Cuando nos despedíamos de mi abuela, ella dibujaba una cruz interminable para darnos la bendición y entraba lentamente a su casa vacía, no sé cómo lidiaba con esas ausencias, no sé si ella, como mi padre seguían hablando con mi abuelo cuando creían que nadie los veía, pero sé que con un lenguaje vacío de palabras nunca lo dejaron de tener presente.

Me gustaría haber conocido el timbre de voz de mi abuelo o las notas de su aroma, pero gracias a su marcada ausencia no me hizo falta su presencia física para quererlo. Siento que en cada espacio vacío vive lo que no necesita nombrarse. Mi abuelo es un vacío en la cocina de mi abuela, un vacío que también está entre las palabras que escribo y que no deja de existir si no se nombra.

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