POR: NO HILDA

El otro día estaba eliminando imágenes de mi celular para liberar espacio, entré a la carpeta de fotos y encontré vacías de mis hijos, de mis gatas, de los perros y algunas de mis plantas. Entre esas imágenes de íntima cotidianeidad no había ninguna que reflejara mi presencia en la familia. Una que otra selfie malhecha apareció después de mucho scrollear pero no encontré una sola donde yo esté compartiendo algún momento con alguien. No le di importancia porque después de la pandemia he subido de peso y no me agrada mucho como me veo. Hace algunos días en Twitter una usuaria señaló esta situación: la madres van desapareciendo de las fotos. 

Cuando aún vivía con mis padres, fuimos a la boda de una prima. Mi mamá sacó del clóset un vestido negro con transparencias en los hombros y brazos, unos zapatos puntiagudos y buscó su labial más rojo. Mi padre llevó traje y mi hermano y yo, los hijos adolescentes, cualquier cosa que pareciera formal. De la fiesta no recuerdo mucho porque era común que nos regresáramos temprano con la excusa de que mis padres trabajaban todos los días. A ellos nunca les ha gustado mucho el ambiente festivo, era rara la vez que asistíamos a una celebración. De esa noche quedó una foto. En ese entonces los fotógrafos pasaban mesa por mesa pidiendo a las familias que se acercaran, sonrieran y miraran a la cámara. Uno tenía que estar inmóvil con una sonrisa eterna por alrededor de diez segundos o tres disparos hasta que el hombre bajaba la cámara o decía ¡Ya está! Una hora después regresaba y nos mostraba las imágenes. Mi padre siempre tenía la intención de comprar todas las fotos, no porque le gustaran, ya que ni siquiera las veía, sino porque le gustaba dar la impresión de que tenía dinero hasta para pagar la cámara del fotógrafo. Mi madre siempre elegía por presión de mi padre, de no estar él, seguramente no habría elegido ninguna.

Un día, años después, la vi rasgando esa foto. Cuando se dio cuenta de mi presencia metió todo en un cajón y me mandó salir a la calle con el pretexto de comprar algo para la comida. Su comportamiento me pareció muy raro y más tarde, cuando ella ya se había ido, fui a revisar el cajón. Había rayado su cara. En la foto mi padre, mi hermano y yo seguíamos sonriendo junto a una mujer de un vestido muy bonito pero sin rostro. Ni de su labial más rojo había quedado rastro.

En los comentarios del Twitter los usuarios decían que después de que su madre murió y ellos habían buscado fotos de ella, no encontraban ninguna imagen reciente; de hecho, en la mayoría de las fotos encontraban a su madre muy joven,  a pocos años de casarse o con sus hijos muy pequeños. Las fotos más actuales eran casi inexistentes. Poco a poco las madres se iban borrando.

Cuando vi la foto con el rostro de mi madre rasgado por ella misma sentí miedo, como si algún demonio la hubiera poseído y la obligara a borrarse. Como si una fuerza muy oscura tratara de eliminarla. He borrado muchas fotos en las que no me gusta como salgo. Mi sonrisa forzada, mi vientre grande y mis piernas gordas parecen esconder quien de verdad soy. Siento que no soy la de las fotos porque no me reconozco en un cuerpo maternal pero no me había dado cuenta de que esa fuerza oscura que me va borrando soy yo misma bajo el juicio de una estética imposible. 

   Las actividades de una madre absorben mucho tiempo que podría estar destinado a ella misma. Mientras lavo los trastes pienso en qué haré de comer mañana, mientras escribo esto me pongo de acuerdo con los padres de familia para ir a comprar un vestuario para el 20 de noviembre, mientras hablo con un hijo la otra espera a que termine para preguntarme qué sigue después de recorrer el punto decimal tres cifras. La maternidad no es un demonio, pero sí consume a tal grado que si no nos damos cuenta, entre tantas actividades, nos puede ir eliminando. 

Susan Sontag dice que la fotografía es un código visual que indica lo que vale la pena ser mirado o de lo que tenemos derecho a observar, dice que las fotos son un tipo de gramática pero sobre todo una ética de la visión. En las fotos está lo importante. En las fotos las madres desaparecemos.

De las muchas violencias que vivimos las mujeres, la estética es una de las más interiorizadas que tenemos. La presión de vernos bien, o mejor no vernos, erosiona la autoestima desde edades muy tempranas. Parece que el mensaje que internamente nos decimos es el “sé perfecta o no seas” y entre el ser mujer de cuerpo perfecto o ser una madre perfecta, muchas terminamos creyendo que elegimos la segunda opción cuando ni siquiera tuvimos tiempo de elegir. Luego vemos las fotos donde nuestra ausencia no nos molesta y extrañamente eso se nos hace normal.

 No sé si yo rasgaría mi rostro en una foto (la forma actual de borrarnos es poner un emoji sobre la parte que no es visualmente estética o usar algunos filtros), tal vez  hubiera roto la foto o la hubiera tirado, pero eso significaría romper y tirar a quienes me acompañaban en el momento y a su respectiva felicidad. Mi abuela las recortaba y guardaba los retazos en bolsita transparente; los recortes descontextualizados parecían esperar su momento para formar un collage familiar que nunca llegó. Nunca supe qué les hacía a sus imágenes recortadas. Rasgar el propio rostro, recortarlo, esconderlo y dejar a los demás integrantes de la foto intactos, es un síntoma de la violencia internalizada que tenemos las madres. Irse desvaneciendo por cuenta propia. 

Mirarse de frente es una tarea titánica cuando los mandatos de perfección taladran cada pierna, cada vientre o cada sonrisa. Deshacerse de la culpa por no lucir bien resulta más difícil que rasgar una foto, y sin embargo, pienso que la solución estaría en hacernos más fotos, en tomarle foto a las amigas cuando juegan con sus hijas, a las primas cuando bailan o a las madres cuando simplemente existen; hacer que la culpa por no ser perfectas se vea aplastada por el recuerdo de los momentos en donde somos, más que madres, seres que bailan, juegan y aman, sin necesidad de perfección. 

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