DE UN MUNDO RARO / Por Miguel Ángel Isidro

Siempre he pensado que la música es una herramienta muy útil para conocer el estado emocional de las personas y de las comunidades.

Existen piezas y géneros musicales que nos llevan fácilmente de la mano a determinados lugares, episodios históricos y nos conectan directamente con las ideas y los sentimientos de sus autores.

Siempre he profesado gran admiración por quienes han logrado dedicarse profesionalmente a la música.

Desde mi particular punto de vista, no existe buena ni mala música. Simplemente existen diferentes manifestaciones artísticas que encuentran sentido y significado en momentos, lugares y estados de ánimo específicos. Así como es posible apreciar las diferencias entre las obras clásicas en la pintura, la escultura y la arquitectura, en la música podemos encontrar piezas que basan su grandeza en la más elemental sencillez.

Debo confesarlo: aunque en distintas etapas de mi vida tuve la oportunidad de aprender teoría musical, solfeo y distintas técnicas, nunca me interesó ser un purista. Soy de los que piensan que la música es sentimiento, energía y espontaneidad.

Mi primer acercamiento con la música se dio en el seno familiar. Mi padre era un gran aficionado de tocar la guitarra y explorar diferentes géneros. En compañía de sus hermanos organizaron un grupo musical que llevó por nombre “D’Santy” (por iniciativa de mi tío Santiago), que era una agrupación versátil que lo mismo ejecutaba piezas de balada romántica que cumbias y algunas adaptaciones del folclore. Mi padre inició tocando la guitarra, pero por sus ocupaciones llegó a ser un participante ocasional del grupo, y en algunas ocasiones hacia las veces de promotor, consiguiendo algunas presentaciones en fiestas y eventos de todo tipo.

Recuerdo que uno de sus hermanos, mi tío Agapito se enroló años más tarde en una proyecto un poco más profesional: un grupo llamado “La Conquista”, donde ejecutaba los teclados. En unas vacaciones de verano, mi primo Alfredo me invitó a acompañarlo junto a su papá en un viaje promocional por distintas ciudades del sur. Me pareció que la aventura podía ser divertida y así fue que nos embarcamos en ese periplo.

Corría el año de 1981, y para ese recorrido no viajaba toda la banda; solo el director musical (un señor del que sólo me acuerdo que le decían El Yeyo) y mi tío, con varias cajas de acetatos en la cajuela de un Valiant rojo.

El recorrido consistía en visitar varias tiendas de discos y estaciones de radio donde el señor Yeyo tenía amigos y conocidos. Dejaban copias de los discos para promoción y venta y en un par de lugares les dieron algunos minutos al aire. Recuerdo que mi primo y yo escuchábamos emocionados en el estéreo del auto de su padre la charla y que nos imaginábamos que el grupo “La Conquista” la iba a armar en grande.

No recuerdo con exactitud el itinerario del viaje, pero tengo  claras algunas estampas: una visita a Minatitlán, Veracruz (uno de los lugares donde les hicieron entrevista de radio), Córdoba y Veracruz puerto. Y en el punto de retorno hicimos una escala en un sitio especial: bordeando el Itsmo de Tehuantepec llegamos a un pequeño poblado llamado Chivaniza, Oaxaca, que era la tierra natal de Don Yeyo. Ahí no se hizo promoción, el plan era solamente visitar a la familia del organizador.

Un par de veces, el grupo de mi tío fue invitado a participar en las festividades de La Guelaguetza que organizaban los artesanos de La Ciudadela, en el DF. Mi madre, oaxaqueña de origen, apuraba a mi padre para atender dicha invitación. Recuerdo que me impresionaban los atuendos y todo el jolgorio que se armaba en los bailes, y los chistes un tanto pesados de mi padre y sus hermanos en reuniones posteriores, diciendo que a los oaxaqueños nada más les faltaba colgarse “hasta el molcajete” y placas de circulación labradas en oro, por la ostentación de joyería en sus atuendos. Imagínese usted la picardía en mi hogar, con madre oaxaqueña y padre tabasqueño…

En algunas ocasiones, para efectos de alguna fiesta familiar, mi padre y sus hermanos rentaban instrumentos para amenizar las reuniones. Íbamos por el rumbo de La Lagunilla a recoger el equipo. Me daba una particular emoción ayudar a subir a la cabina de una camioneta Datsun de mi padre los cerebros, amplificadores y atriles de batería. Para entonces ya empezaba a escuchar rock y me ponía a jugar con las guitarras y bajo enfundadas en sus estuches. Me sentía como una estrella de rock antes de un concierto.

Cuando cursaba el sexto año de primaria, vivíamos en la colonia Lomas de Atizapán, en el Estado de México. Un matrimonio joven llegó a rentar una casa vecina y el marido, que trabajaba de medio tiempo en una secundaria como maestro de grupo, se dio a la tarea de organizar clases de música latinoamericana para los niños de la cuadra. Mi mamá me inscribió para que aprovechara la guitarra de mi padre y de paso no anduviera de vago.

No recuerdo exactamente cuánto tiempo estuvimos en clases; pero en una posada vecinal tuvimos nuestra oportunidad: nos dieron chance de participar interpretando la única canción que teníamos completamente armada: “El rin del Angelito” de Violeta Parra. El ensamble contaba con dos charangos, cuatro quenas, un bombo, dos cuatros y un sikús (zanpoña). A mi me correspondió tocar la guitarra y hacer la voz principal. Los vecinos aplaudieron emocionados y nos pidieron otra melodía, pero a falta de repertorio, tuvimos que repetir la misma pieza un par de veces.

En 1985 mi familia se mudó a Cuernavaca, y fue en esa ciudad donde tuve la inquietud de participar en una banda de rock. Junto con algunos camaradas que compartían mi gusto por el heavy metal, comenzamos a ensayar usando el estéreo de mi casa como amplificador para una guitarra hechiza que mis amigos consiguieron en una ganga por parte del ex integrante de un grupo local.

Meses más tarde, uno de mis grandes amigos de juventud, Lenin Aragón nos convidó al ensayo de unos amigos suyos que ya tenían una agrupación formalmente integrada; se hacían llamar Padre Nuestro y contaban ya con todo un repertorio de piezas originales en español.

Los hermanos Salgado, guitarrista principal y bajo de dicha banda tuvieron la generosidad de prestarle a Lenin un par de veces sus instrumentos en el afán de ayudarnos en nuestra inquietud de formar una agrupación . Trepábamos los aparatos en la  Volkswagen Combi roja del papá de Lenin y en el sótano de su casa en la colonia Flores Magón nos poníamos a improvisar en una especie de power trío que conformábamos Lenin en el bajo, otro amigo llamado Genaro Vásquez (El Rocker) en la batería y su inseguro servidor en la guitarra y voz. Destrozábamos canciones de todo tipo, desde Iron Maiden y El Tri hasta Hombres G.

Nunca pude dedicarme profesionalmente a la música, pero el impulso de esos años me llevó -y me ha seguido llevando- a ser un consumidor compulsivo de todo tipo de géneros, corrientes y propuestas musicales.

Ya en otro espacio les seguiré contando cómo siguió ésta historia…

Twitter: @miguelisidro

SOUNDTRACK PARA LA LECTURA:

Trío Montealbán 

(México)

“La Zandunga”

Inri Illimani

(Chile)

“El Rin del Angelito”

El Tri

(México)

“Metro Balderas”

Padre Nuestro

(México)

“¿Quién es él?”

Por miguelaisidro

Periodista independiente radicado en EEUU. Más de 25 años de trayectoria en medios escritos, electrónicos; actividades académicas y servicio público. Busco transformar la Era de la Información en la Era de los Ciudadanos; toda ayuda para éste propósito siempre será bienvenida....

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