Imagen por Oriento, vía Unsplash.
La zoonótica sombra había caído sobre los páramos de los Altos. Aún en las cálidas mañanas de abril, la caricia de las cortinas sobre mi cuerpo sin energía, pálido y lánguido marcó mi destino por los siguientes años. La energía de mi centro neuronal castigaba mis extremidades con tormentas eléctricas que hacían que se movieran con alietoriedad. Mi inherte ser tuvo que irse de aquellos oníricos paisajes donde el tiempo se presentaba estático. Dije adiós a las garzas del malecón, al adoquín húmedo y los caballos galopantes. Terminé yendo a las faldas de una torre llameante, apocalíptica e imponente. El costo de convertir millones de años en combustibles. El clima árido, los cielos blanqueados por el smog, y el rítmico tintinear de los engranes de las fábricas transformaron mi mente y mi cuerpo.
Ante la adversidad y el estrés mi cuerpo se redondeó, mi cabello creció, y día a día arrastraba los pies para continuar. 3 años pasaron desde el primer contagio en el Nuevo Mundo, y por fin después de 4 dosis y muchos cubrebocas, me alcanzó. La fiebre se manifestó, mi cuerpo perdió fuerzas para moverse y en un intento de sacar el dolor, me enmudecí. Dos semanas en ese encierro dónde la ansiedad por la lejana conectividad me hizo ver más allá de mis narices. Dónde puntualmente me aferraba a una estéril lista de requerimientos, dónde el alma faltaba. Busqué agarrar cualquier tipo de conexión que me mantuviera cuerda mientras que en cama un olor dulzón se apoderaba de mi alrededor. Me ví al espejo después de tanto tiempo. Mi rostro pálido, mi cabello pesado, y mis mejillas angulándose. Mi vientre empezaba a disminuir de forma irregular, pero mi cuerpo usaba la energía para combatir la peste sin dejarle reserva para caminar.
Pasaron los días y la vulnerabilidad de mi mente dejó que pensamientos intrusos me rondaran. Hubo días que mis lágrimas empapaban mis almohadas, otros donde no podía ni ducharme, otros donde pasaban las horas sin alimentos. El efecto crónico de mi presencia online era perfecta fachada para fingir que todo estaba bien. Pero la desesperación por salir me hizo recordar cuando usaba un poco más de tiempo para adornar mis ojos con sombras, dónde vestía con más variedad, cuándo me sentía más bonita, cuando viajaba con regularidad.
Un día viendo un episodio de una serie de YouTube, la constante carcajada que me poseía me hizo escribirle al productor de esa serie, cómo a veces acostumbraba. Su presencia sin rostro y voz amable, su apertura para hablar y descubrirse en sus emociones desde un cierto anonimato, me inspiraron para contactar desde hace meses pese a ser una relación parasocial. En un chispazo de fortuna, por un comentario del ‘Ujicha’ y algunas peculiaridades que había tenido la fortuna de probar, me invitó a conocer su casa de tés. Entre los vapores de diferentes infusiones imagino poder conectar con algo diferente de mí. Extraño pasear por esas calles, esas librerías dónde me encontraba con personas que conozco solo de los noticiarios. Los sonidos de los semáforos, el ambiente similar a mis viajes de 2015 y 2018. Extraño ser quien fui antes de que el mundo cambiara. Tal vez en algún momento, en una de esas intersecciones alguien podrá ver aquello que no muestro, aquello que yo veo en otros.
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