DE UN MUNDO RARO / Por Miguel Ángel Isidro

Siguen levantando ámpula los testimonios presentados por diversos testigos de cargo en el juicio en contra ex secretario de Seguridad Genaro García Luna en una corte federal de Nueva York, Estados Unidos.

Al inicio de la la tercera semana de comparecencias y alegatos ante el órgano colegiado, llamaron la atención una serie de declaraciones por parte del ex secretario de Finanzas de Coahuila, Héctor Villarreal, en las que aseguró que García Luna habría dispuesto el pago de 25 millones de pesos mensuales al periódico El Universal, como parte de una serie de acciones encaminadas a “limpiar su imagen” ante rumores que lo vinculaban con un grupo de la delincuencia organizada.

Más allá de las inconsistencias de tiempo, modo y lugar que se desprenden de los testimonios presentados; las declaraciones de dicho ex funcionario vuelven a traer al debate publico un tema tan añejo como espinoso: la complicada y regularmente poco clara relación de las empresas y empresarios del ámbito de la comunicación con las distintas instancias de poder político.

Los medios de comunicación del sector privado, huelga decir, son empresas creadas para generar utilidad para sus propietarios, socios e inversionistas. En el caso de los medios electrónicos, subsiste la anacrónica y romántica idea de que operan bajo una concesión extendida por el Estado para explotar el espectro radioeléctrico, un bien intangible que es propiedad de La Nación. Sin embargo, a lo largo de nuestra historia contemporánea hemos visto el empoderamiento de auténticos monstruos corporativos que operan en condiciones cuasi feudales.
Cada cierto tiempo, la clase gobernante busca espantar al sector sacando del clóset el esqueleto de una supuesta revisión del marco legal de dichas concesiones, para terminar siempre en arreglos a trasmano para planchar las mutuas conveniencias de gobiernícolas y empresarios. Gatopardismo de alto nivel…

Lamentablemente, en términos llanos, la industria de los medios de comunicación corporativos en México ha logrado subsistir -en buena parte- gracias al patrocinio oficial. Si bien instancias como el gobierno federal han ido reduciendo el monto de sus presupuestos destinados a la compra de espacios y tiempo aire en los medios, la realidad es que a nivel de los gobiernos de los estados y los municipios subyacen múltiples formas de mantener la añeja relación de codependencies entre la política y los medios. Y no son pocos los empresarios de los medios que diversificaron sus áreas de negocio en aras de seguir capitalizando su relación con los distintos niveles de gobierno. Proveedurias, consultorías, maquila de productos publicitarios y toda suerte de negocios continúan desarrollándose en aras de mantener la añeja tradición de comprar imagen, soterrar asuntos delicados o crear nuevas complicidades.

¿Qué es lo que busca comprar un político cuando recurre financieramente a los favores de la industria corporativa de los medios de comunicación? Fundamentalmente potencializar su imagen en aras de brincar al siguiente escalón en la carrera ascendente por el poder. No hay regidor que no se sueñe alcalde; alcalde que no aspire a diputado o gobernador; diputado que no aspire a senador y Presidente de la República que no busque imponer a su sucesor. Y el hilo conductor de muchas de éstas aspiraciones es la capacidad de los actores políticos para utilizar a los medios para proyectar su imagen o en muchos casos, para avasallar a sus oponentes.

Detrás de todo golpe periodístico siempre hay víctimas y beneficiarios. Y la lectura de sus orígenes y consecuencias no son siempre apreciables a simple vista.

Lamentablemente, las condiciones sociales y económicas imperantes en nuestro país desde la era postrevolucionario han generado una perniciosa dependencia de los medios privados del dinero oficial. Los grandes medios corporativos pudieron en cierto momento costear su expansión-ampliación de cobertura, tiraje, corresponsalías- a través de su capacidad para captar recursos públicos a través del famoso esquema de los “convenios publicitarios”, que en muchos casos llegaron a constituir un auténtico emporio de compra y pago de favores políticos y “lavado de imagen”, consistente en soslayar o minimizar los problemas o deficiencias del aparato gubernamental a través de coberturas parciales o tendenciosas de la actividad oficial.

En mi particular opinión, me parece que las nuevas generaciones políticas no han entendido que la mejor cobertura publicitaria o propagandística no es capaz ni suficiente para cubrir la falta de trabajo o resultados. Por esa razón hemos visto en nuestros años recientes decenas de carreras políticas derrumbarse estrepitosamente al primer “periodicazo”: por tratarse de figuras que han alcanzado un posicionamiento mediático artificial. Al no contar con una trayectoria, inteligencia o resultados que les respalden, los liderazgos de papel sucumben presas de su propio ego.

Algo similar ocurre en la industria de los medios.

Sobre todo en los tiempos actuales, en los que las innovaciones tecnológicas han trastocado dramáticamente la presencia y relevancia de los llamados “medios tradicionales”.

La consolidación del internet, las plataformas digitales y las redes sociales como medios de gran alcance e impacto entre las audiencias ha ido paulatinamente desplazando a otros medios como la prensa escrita, la radio y la televisión en la disputa por los mercados publicitarios, tanto en el caso de la publicidad comercial como en el de la propaganda política y gubernamental.

Durante décadas, los dueños y concesionarios de medios escritos y electrónicos construyeron gigantescos imperios corporativos que en muchos casos les permitieron contar con presencia física y cobertura en distintas ciudades del territorio nacional; vimos multiplicarse las ediciones regionales de los llamados “diarios metropolitanos”, o a los grandes consorcios radiofónicos y televisivos expandir su presencia a través de la operación de filiales o emisoras locales y asociadas a lo largo y ancho del territorio nacional.

En no pocas localidades del país es fácil identificar las oficinas principales del principal diario, radiodifusora o televisora local: faraónicos edificios construidos a la medida del ego de sus propietarios, emulando tótems monumentales a los que las audiencias y sobre todo, los anunciantes deben rendir tributo.

Recuerdo que alguna vez, al pasar por el gigantesco edificio de un antiguo rotativo fronterizo en Tamaulipas, un experimentado colega me dijo: “Ésa madre es una gigantesca maquiladora de boletines oficiales y notas pagadas que, entre otros productos, edita un periódico”.

El punto es que muchos de estos medios llamados tradicionales invirtieron durante años grandes recursos en infraestructura que se tornó obsoleta o insostenible ante la revolución tecnológica. No son pocos estos edificios de este tipo con grandes espacios vacíos; salas de redacción que han terminado en reducidas oficinas monoambiente, cabinas, estudios y unidades móviles que terminaron en meros cascarones que operan apenas con el personal estrictamente necesario para su funcionamiento.

Muchos empresarios y operadores de medios creyeron que el único reto que debían solventar ante la llegada de la era digital era el trasladar sus contenidos a la red, cuando en realidad el problema es que nunca invirtieron suficiente en la generación de materiales periodísticos propios o en la implementación de unidades de investigaciones especiales o formatos multimedia que les permitieran competir decorosamente en el nuevo escaparate que representa el ambiente web, donde el usuario puede elegir entre millones de opciones para informarse o entretenerse.

Y por supuesto que no podemos dejar de mencionar esa malsana tradición de la que adolecen la mayor parte de las empresas de comunicación del país, con salarios paupérrimos, pocas o nulas posibilidades de crecimiento profesional y carentes de la más elemental cobertura de seguridad social para las y los periodistas, aún bajo el conocimiento de que en los términos de nuestra realidad cotidiana, se trata de una profesión de alto riesgo. El subempleo es la norma imperante en la oferta laboral de los medios de comunicación, donde el factor humano siempre es dejado al último lugar.

Volviendo al apunte inicial -y sin soslayar la eventualidad de que pudiese comprobarse la millonaria “inversión” de un personaje como Genaro García Luna en su imagen pública-, valdría la pena preguntarse qué tanto valió la pena para el otrora súper policía distraer tal cantidad de recursos en una efímera hoguera de las vanidades que, en vista de las graves acusaciones en su contra, no alcanzará para borrar de la historia moderna del país los latrocinios cometidos durante su paso por las más altas esferas del poder público.

Porque cualquier político que crea que con el favor de los medios le puede ser suficiente para comprar su boleto de entrada a la Historia Patria, podría estar cayendo en el error de estar cavando su propia tumba.

Políticos y empresarios de los medios pueden mirarse mutuamente en el mismo espejo: víctimas de sus contradicciones y esclavos de su insaciable ambición.

Aquí cabe perfectamente la frase atribuida a Abraham Lincoln: “Se puede engañar a la gente por un tiempo; puedes engañar a una parte de la gente todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo”.

Tal cual.

Twitter: @miguelisidro

SOUNDTRACK PARA LA LECTURA:

Gabino Palomares
(México)
“Letanía de los Poderosos”

Los Violadores
(Argentina)
“Sucio Poder”

Audry Funk
(México)
“No me representas”

Círculo Vicioso
(España)
“Mientes”

Por miguelaisidro

Periodista independiente radicado en EEUU. Más de 25 años de trayectoria en medios escritos, electrónicos; actividades académicas y servicio público. Busco transformar la Era de la Información en la Era de los Ciudadanos; toda ayuda para éste propósito siempre será bienvenida....

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