Imagen por Monika Grabkowska vía Unsplash.

Dentro del delirio de la fiebre, mis flamígeros dedos y la ansiedad por el encierro, tuve mucho más tiempo de desconectarme de lo que mi usual rutina me enajenaba. La mente es curiosa y se ocupa en mayor o menor medida en problemas remanentes, y entre ellos ante mí quedó patente que había dejado descuidada mi corporalidad. Fue como si mi propio cerebro hubiese caído en cuenta que las señales eléctricas estaban lo suficientemente estables para poder ahora sí voltear a ver a los tan llamados redondeados bordes de mi abdomen. El cansancio crónico y la neblina mental han retrocedido lo suficiente para darme cuenta que lo que me mantiene un poco más lenta y menos fuerte ha sido el impulso por la excesiva productividad mental y el sedentarismo extremo. La existencia de independencia financiera y mi impulsividad hicieron de la autoindulgencia, un mecanismo para mantener mi mente sin colapsar. 

Aquel sorprendente click en la cadena de mis pensamientos, vino después de años en el diván, de probar diferentes fármacos, de horas de material audiovisual acerca de neurodivergencias, de entrevistas con expertos en ansiedad, depresión, apegos, relaciones con la las personas, relaciones con la comida, y un largo etcétera. En un instante, los espejos que mantienen la percepción de mi autoimagen en mi psique, en aquel vestidor imaginario, se rompieron en mil pedazos. Frente a mí la dismorfia me miraba feroz, sólo que en esta ocasión no tenía miedo. Supe que estar tan desconectada de los procesos de mi cuerpo, el ignorarlo tanto tiempo por el repudio y el dolor, sólo contribuían a un ciclo infinito de malestar. 

Mi disautónoma mente tiene un hemisferio izquierdo inquieto, y un fuerte lóbulo frontal. Compenso mi falta de control en algunas situaciones con racionalidad. El pánico me hacía correr hacia situaciones peligrosas, y en un último momento mi lóbulo frontal hacía sobreesfuerzos por mantenerme en control. El narciso cerebro que se creía capaz todo mientras que se alimentara de un exceso de carbohidratos y cafeína, ha terminado rindiéndose cuando poco a poco aquellas anomalías que generaban fugas fueron atacadas una a una.

Cuando la depresión se atacó, las crisis de ansiedad se acabaron, pero los desmayos y el desbalance apareció. Cuando se descubrió que el cerebro tenía sus “fugas”, se dejó la cafeína y los antiepilépticos empezaron a hacer lo suyo, y empezó el cansancio crónico. Cuando el cansancio pedía comer para compensar energéticamente, lo cual me “hinchó”, e hizo que la mente se diera cuenta que no iba a funcionar… y heme aquí.

En mi limitado entendimiento del mecanismo de mi retorcida lógica, y la información que termina nutriendo este caldo de cultivo, tuve que escuchar a un experto en genómica antes de creer que tenía que comer más fruta en vez de agarrar las galletas. Tuve que escuchar a mi cuerpo clamar agua simple cuando tomaba algo azucarado. Tuve que enojarme con el pinche capitalismo al exigirme correr de un lado a otro de la oficina y que no hubiera tiempo para comer algo más sano y decantarme por los procesados, los cuales suaves, apetitosos, rápidos de consumir y disponibles, me alimentaban. Maldecí estar en un “desierto alimenticio” donde el plato del buen comer termina desechado en la barranca más cercana y donde sólo se puede comer un VIkingo del Oxxo o unas galletas. Pero frutas no hay. Donde se sale tarde, donde se explota la mente y el cuerpo, dónde sólo se quiere dormir regresando a casa, e irremediablemente se termina al día siguiente en el mismo desierto alimenticio en un ciclo vicioso que terminamos cotidianizando. 

Mi frustración me tenía viendo al vacío frente a la nevera, cuando recordé que en el encierro me habían regalado naranjas y mandarinas. Agarré tres y las llevé en mi mochila del trabajo. Me propuse hacer un esfuerzo por pelarlas, comerlas a ratos, y volverlas sustitutas de aquellos tan apetitosos panes. Al quitar la cáscara, el aroma de la fruta invadió la oficina. Las partículas del jugo se desprendían y aterrizaban a los alrededores de mi cubículo. En un ambiente tan industrial como en el que estoy, tan sólo el aroma de los campos es un símbolo de resistencia. 

Pese a todo, no pienso ser esclava de las medidas en centímetros, de los kilogramos, del looksmaxing, de la aceptación ajena, del consumo por el estatus. Sólo quiero darle mantenimiento y nutrientes a la casa de mi cerebro, mi cuerpo. Quiero cambiar el patrón de decisiones pequeñas una a la vez durante las miles de veces que me alimentaré de ahora en adelante. Como lo hice cuando aprendí idiomas, como lo he hecho en terapia, como lo he hecho con mis medicamentos, como lo hice con mis estudios. Quiero resistir y ser una naranja a la vez.

Por Arantxa De Haro

Escritor amateur, multidisciplinario por pasatiempo, aficionado a los idiomas

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