FotografÃa por Robert Lukeman vÃa Unsplash
Hay dÃas en los que RM me acompaña entre las mareas de mis pensamientos, especialmente cuando mis medicamentos fueron afectados por un termo mal cerrado, cuando el presupuesto de las pastillas se quedó corto. Él no tendrÃa que hacerlo, y sin embargo está allÃ. Aún si su presencia es digital,siento como si agarrara mi mano y me guiara
dentro de mi propio laberinto. Ya saliendo de esos pasillos circulares, de vuelta a la vida normal, estoy sentada frente al escritorio del trabajo; las manparas del COVID fueron removidas (muy a mi pesar), y ahora tengo que
convivir con otros. Mi ser de enero de 2020 se hubiese puesto la capucha, estarÃa refunfuñando entre cubrebocas y lentes para evitar a toda costa entrar en contacto con las personas, no por el miedo a algún agente biológico, sino por simple intolerancia a las personas (pensar que mis doctores me salvaron de un brote psicótico justo antes de la pandemia).
Después de casi dos años de antiepilépticos, puedo reconocer cuando los pasillos de mi mente empiezan a mutar en rocambolescos pasillos llenos de trampas. Puedo evitar que los muros se me cierren encima. Puedo hacer que vuelvan a tener una estructura sencilla. La plasticidad de mis propias maromas mentales es algo a lo que ahora puedo observar
como si fuese una tercera persona. Me veo como en una repetición, los hilos de mi disautonomÃa me tenÃan dificultando mis procesos de pensamiento, como si fuese un mecanismo autosaboteante y canÃbal, alimentándose de las mismas inseguridades que creaba; hÃper sensible a los estÃmulos, hilante de información sin tanta relevancia, quemando cada hilo de cordura, consumiéndolos como si fuesen espaguettis. El acelarado ritmo de mi actuar, mis conjeturas, eran elogiados por terceros como si fuese algo de gente brillante. Pero cuando me rompÃa en mil pedazos me volvÃa en una molestia. El patrón era tan recurrente que
cuando eso pasaba esperaba el momento para recuperarme para aprovechar mis arranques de pensamientos y devolverle la “cortesÃa” de tratarme tan mal, con alguna “brillantada”, VivÃa de jugar al gato y al ratón, acostumbrándome a ganar cada partida aplastando al oponente cuando habÃa incurrido en patearme mientras estaba en el suelo. La marioneta que era mi cuerpo fue librándose de dichos hilos mediante los antiepilépticos. Hubo momentos en que me dolÃa todo el cuerpo, con mis
articulaciones en llamas. Otras que mi centro de gravedad estaba tan perdido como Sandra Bullock en el espacio. Mis picos de energÃa tan ausentes, el café tan prohibido, y yo tan dormida, pero mi mente habÃa dejado de tener ruido blanco.
Mis pensamientos habÃan mantenido una estabilidad que no veÃa en años. No reaccionaba a las provocaciones, y empezaba a recuperar mi autonomÃa. A veces mis aplanadas emociones desconcertaban a la gente de mi alrededor. Poder enfrentar cualquier situación con frialdad absoluta, una calma que me permite a veces pararme al filo de un desfiladero sin sentir vértigo. Con un foco de atención más afinado que nunca.
Claro que a veces tengo momentos en los que percibo que mi realidad tiene ligeras distorsiones. He aprendido a vivir con mi cerebro como un ente falible y no como el órgano puesto en el pedestal. (¿Será que humanicé a la masa encefálica a la que tenÃa tan endiosada?). Por el momento, no pretendo satisfacer las expectativas intelectuales de los demás. Con el simple hecho de que los demás no fueron los que me cuidaron cuando caà enferma, ni quienes apoyaron para que me dedicara a recuperarme. Soy mi propia persona, sólo espero estar más saludable, y más feliz, aunque no se traslade en llenarle los ojos a otros.
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