POR GWENN AELLE
Sé que voy a escribir en dos tiempos.
Antes y luego.
Me he estado despidiendo de lugares que amo.
Si me lees seguido, sabes por qué. Si soy aventura de unos minutos, te explico, antes de que se me borre el labial de la boca, mírame cuando hablo, me es importante.
Tengo 58 años. Tengo un titipuchal de condiciones físicas que luego me complican lo cotidiano. La más fuerte, creo porque luego no entiendo bien las cosas, es la más reciente también. Se llama demencia con cuerpos de Lewy con Parkinsonismo. Haz de cuenta Alzheimer pero más rápido, o Parkinson pero más paseado por mi cerebro entero.
Entonces olvido cosas, gente, lugares. No sé, a veces, hablar o leer, no te entiendo si me hablas rápido o si hay mucha gente. Lo cual es como un trato justo porque a veces lo que digo tampoco se entiende. Me tiembla el cuerpo por dentro y por fuera, y no es ni por frío ni por placer. Y sucede, de repente, que voy pa’ bajo: no con los ánimos, esos ya valieron, pero con mi cuerpo, es como si un dibujador de cuerpos de repente se hastiara y me borrara las piernas, me caigo. No me tropiezo, no me desmayo, nomás checo perfectamente qué tan duro está el piso.
Soy de mil lugares y de ninguno, y no, no lo disfruto como lo disfrutaba Cabral.
Entonces como el tiempo me está siendo contado en voz alta, he estado despidiéndome de lugares.
Escogí tres. El mercado de la Lagunilla. No Tepito, el de las chácharas, de las antigüedades, de las piedras y fósiles.
El Museo de Arqueología y Antropología.
Y Zihuatanejo, sin Ixtapa.
En la Lagunilla, me agarró de sorpresa el cambio, son pocos los puestos de objetos del pasado, ya casi todo le pertenece a lo hecho en China. Sin embargo, sí gocé el caminar en esas calles que conozco, recordé los barquitos de hojalata que usan una velita encendida como si fuera motor, se me antojó una Chaparrita en lugar de las micheladas vendidas por doquier, entré a la tienda de muebles antiguos e incosteables, la de la esquina, ¿sabes? y, aunque busqué en vano al Chacharitas, sí oí a mi papá silbar para que supiéramos dónde andaba.
El museo estuvo más rudo, no había previsto ir ese día. Había ido a una marcha por la afasia, que es eso tan terrible de que las palabras ya no te conocen, y sencillamente no pude seguir. Al principio hubo un pequeño discurso, un “Van bien, hemos visto sus progresos”, chido el asunto hasta que me cayó el veinte, de los viejitos, de que yo ni progreso ni lo voy a hacer, de que la voz no será ya nada para mí, ni ella ni la letra… Entonces, a medio Reforma, se nos atravesó el museo y doblamos a la derecha. Y desde la entrada, me perdí. El mamut que era mi amigo, te lo juro, yo lo iba a saludar en cada vista dominical con mis papás, ya no está en dónde debería de estar. Ya no hay honor para él, no es ya el personaje que te abre los brazos antes de entrar. Lo fueron a botar, sí, a botar, a una sala oscura, por debajo del piso, bajo unos vidrios o plásticos que la gente pisa sin voltear para abajo, sin saludarlo. No vi tortugas en los estanques, la Piedra del Sol me pareció diminuta y me invadió una suerte de neblina, negruzca y densa.
Quise ver entonces sólo dos vitrinas, la de las Caritas Sonrientes de Veracruz y la de las estatuillas piernonas de Tlatilco. Esas piezas, todas, son mías, no atino a decidir si porque son las solas que identifico en el mundo prehispánico o si, al revés, porque me gustan es que las reconozco. Debería yo de conocer todas las culturas, saber si una pieza es falsa o no, tanto que me enseñó mi mamá, tanto que me explicó mi papá, pero nomás no.
Salimos. Ni siquiera fui por el refresco ritual a la cafetería de abajo, me urgía salir de ese lugar que ya no es mío.
Lloré, un chingo y en silencio.
Me voy mañana a otro de mis lugares. Es casualidad, regalo de cumpleaños. Ya te diré al regresar, tres días para mí, dos segundos para ti, cómo me fue.
Voy preparada, espero sea suficiente. No iré más que una vez al pueblo, me concentraré en La Ropa y Las Gatas. Ahí nos vidrios[i].
* Y bueno, dejé de escribirte más de tres días, y chance fueron más de dos segundos para ti, pero fui y regresé. De hecho tengo hoy 59 años, se me atravesó el famoso cumpleaños.
Estuve en Zihuatanejo, que no en Ixtapa, en el mero mero merito Zihuatanejo, anduve por sus playas y calles.
Iba tan preparada a no reconocer nada que traía como un escudo emocional, creo. Sólo me sorprendí en la Playa de La Ropa, había gente por todos lados, restaurantes, -La Perla ya no es la reina del lugar-, pero sobre todo sillas plegadizas y de sombrillas de múltiples colores que no eran de los hoteles. Esos colores son los que más me destantearon, no se veían más que manchas arcoirícas por todos lados y siluetas oscuras, a contraluz por aquello del sol que se pone bien atrás del pueblo.
Lo único que encontré de nuevo, intacto, fue el olor del mar, olor a almeja fresca y cerrada, a pescado recién eviscerado, sobre las lanchas, y a cazón vivo exhibido sobre las piedras del río.
Caminamos mucho, subimos al monte por una calle que antes no existía, bajamos a la playa luego por un sendero resbaladizo, cavado por decenas de pies de las personas que como nosotros decidieron ignorar vértigo y bichos para bajar al mar y por el agua, estamos en tiempo de lluvias. Sólo me caí una vez, y eso porque el suelo se desmoronó bajo mis pasos. Logré levantarme sola, el mareado venía muy aleccionado por mis repetidos “yo solita”, aunque estaba listo para intervenir de inmediato claro, una cosa es hacerme caso y otra dejarme sola, sola, sola.
Caminamos mucho por el pueblo también. No me sorprendieron las tiendas ni las calles empedradas o asfaltadas, ya sabía yo. Sí me dolió el muelle nuevo, no hay ya rocas por debajo, ni cangrejos corriendo por ellas, ni chamacos pescando con su línea sin plomada. No, puro vendedor de paseos en lancha y duchos para hablar inglés. Ahí aprendí a pescar hace años. Por las calles que eran de tierra, caminé sola, hace años, sin miedo. El primer día comimos pescado, que nos costó un ojo de la cara, y luego pss ya no, el mareado, con el ojo que le quedaba, vio que detrás del restaurant tan bonito que habíamos elegido en la playa había basura, y que en esa basura había cajas vacías de tilapia congelada.[ii]
Busqué a un tipejo que me lastimó cuando niña, encontré su casa pero no a él. Le dejé recado: “Dígale por favor que me acuerdo de cuando jugábamos juntos al fantasma, insístale, diga que me acuerdo de todo, de to-do”. No me tembló la voz, no lloré. Nomás a las dos cuadras me quedé sin piernas, sin espalda, sin voz y el “yo solita” valió, el mareado me tuvo que sostener…
Ya si le dan el recado o no, si él entiende o no, no es mi bronca. El costal que lo cargue él, ya se lo dejé entre la basura, al lado de las cajas de pescado congelado.
Nos llevó un taxi al aeropuerto, y en el asiento de atrás lloré.
Al subir al avión, la escalera está directamente puesta sobre la pista, esbocé un gesto de adiós a Zihuatanejo y lloré, otra vez. Como te dije al principio, si me lees seguido, sabes que soy bien, pero bien chillona. Si soy aventura de unos minutos, te explico, antes de que se me borre el labial de la boca: soy bien pero bien chillona y estas lágrimas fueron mías, sólo mías.
He estado pensando en la elección que he hecho de sitios de los cuales despedirme. El proceso me parece evidente, le digo adiós a lugares que, aunque regrese un día, no conoceré. ¿Pero la elección? ¿Por qué esos tres lugares? ¿Por qué no el rancho en Hidalgo, las playas de arena negra en Veracruz, la casa familiar en mi tierra? Pienso, porque todavía se me da la cavilada, que me despido de los lugares en los que la niña que fui antes de los 8-10 años, fue feliz. Esa necesidad de traerme conmigo a esa nena, a mi familia de aquel tiempo, el tiempo del antes, antes de que todo se hiciera pedazos, de que me agredieran físicamente, emocionalmente. Esa profunda exigencia de reencontrar el tiempo en el que la vida no me daba miedo, en el que, vaya, ni siquiera existía el concepto “vida”. En el que las Caritas sonrientes no pertenecían sólo a un museo. En el que mi papá escribía corridos y mi mamá hacía mousse de chocolate los domingos. En los que sólo era yo, -una niña común, tranquila-, con padres, hermanos y lugares amados. Los tengo a todos ellos y a mí, dentro de mí, después de estas despedidas, ya puedo seguir olvidando.
Con Chaparrita en La Lagunilla, Sidral en el Museo y Yoli en Zihuatanejo.
[i] Sí, mi español ha cambiado un remucho. No entiendo bien el mecanismo del asunto, pero me ha entrado una onda de “Soy de barrio” que no te cuento. Y eso que no has oído mi francés, Sacrebleu![ii] Pa’comer pescado congelado, mejor me voy al súper, digo, y pa´l fresco pues a la Nueva Viga.
Excelente
[…] Voy preparada, espero sea suficiente. No iré más que una vez al pueblo, me concentraré en La Ropa y Las Gatas. Ahí nos vidrios[i]. […]